AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 63

La lucha contra el terrorismo en el Sahel

La incapacidad para sustituir a los poderes locales fallidos pone de relieve los límites del papel político y militar de la intervención de Francia, cada vez más impopular.
Marc-Antoine Pérouse de Montclos
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La intervención militar de Francia en sus antiguas colonias del Sahel, iniciada en 2013, se cuestiona cada vez más, no solo porque no ha logrado estabilizar la zona, sino también porque no responde a los desafíos reales de la región. Recientemente, el presidente Emmanuel Macron acabó admitiendo públicamente que París no pretendía sustituir a los Estados fallidos.

Esa declaración podría haberse hecho ya en 2013. De hecho, los soldados de la operación Barkhane nunca han tenido los medios, ni económicos ni políticos, para cubrir el vacío de los poderes públicos en las zonas rurales y remotas, donde causan estragos los grupos yihadistas. Al estar centrado en el terrorismo, su despliegue da la sensación, bastante desesperanzadora, de que aún sigue intentando tapar grietas para evitar lo peor.

El problema se debe, en parte, a la incapacidad de los militares locales para tomar el relevo. Gangrenados por la corrupción y el nepotismo, la mayoría de los ejércitos de la región carecen de rigor profesional. Los soldados, insuficientemente equipados y mal pagados, están a menudo desmotivados. Los llamados países del G-5 del Sahel, es decir, “el Grupo de los Cinco” formado por Malí, Mauritania, Burkina Faso, Níger y Chad, tampoco pueden eludir los habituales problemas de coordinación entre fuerzas dispares. Sobre todo, tienen fama de cooperar más fácilmente con Francia que entre sí.
De hecho, cada uno de los Estados en liza persigue su propia agenda política bajo la égida de regímenes de naturaleza muy diferente, civiles o militares. Algunos de ellos, por otra parte, mantienen viejas disputas, problema que también encontramos en la mayoría de las coaliciones antiterroristas, por ejemplo, contra los Shabab del Cuerno de África, donde Somalía nunca ha resuelto realmente sus diferencias fronterizas con Kenia y Etiopía. Históricamente, Malí ha vivido varios conflictos con Mauritania y Burkina Faso. Su nacionalismo puntilloso explica por qué, en 2013, Bamako negó a Nuakchot el derecho a desplegar tropas en su territorio y a formar un batallón de cascos azules en el bosque de Wagadu, un maquis de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) a lo largo de la frontera entre los dos países.

 

El desafío de la permanencia

Desde un punto de vista estratégico, el principal desafío es ocupar de forma duradera los territorios recuperados a los insurgentes en espacios inmensos. La presencia del Estado en el nivel más bajo es fundamental para reemplazar a los militares. El célebre mariscal Hubert Lyautey (Du rôle colonial de l’armée, 1900), al asignar a los soldados una función civilizadora de desarrollo rural, cultivaba también la metáfora y comparaba el Sáhara con un páramo que había que desbrozar para “sembrar el buen grano [que lo haría] resistente a la cizaña”. Sin embargo, frente a la soberanía de los Estados independientes desde la década de los sesenta, este enfoque ya no era posible para Francia en 2013. Además, confiar la gestión de las zonas de conflicto a los soldados de Barkhane habría avivado aún más las sensibilidades nacionalistas contra la antigua potencia colonial, especialmente en países con una fuerte tradición antiimperialista como Malí y Burkina Faso.

En el plano político y diplomático, por tanto, no está claro que Francia estuviera en la mejor posición para intervenir en el Sahel. En primer lugar, su proximidad lingüística con los países de la región es muy limitada, pues solo una pequeña minoría de la población habla realmente la lengua de Molière. Además, el ejército francés conoce el terreno sobre todo en Chad y, en menor medida, en Níger y Mauritania. En cambio, ya desde los tiempos de la guerra fría, Malí y Burkina Faso habían interrumpido su cooperación militar con la antigua potencia colonial. Fue la “guerra global contra el terrorismo” la que permitió al ejército francés renovar los vínculos operativos con estos dos países.

En el ámbito económico tampoco está claro que el dispositivo de Barkhane fuera especialmente “barato”, contrariamente a lo que se oye a menudo sobre los cientos de miles de millones de dólares invertidos en vano por los estadounidenses en Afganistán. Los cálculos oficiales, que se mantienen por debajo de los 1.000 millones de euros anuales, no tienen en cuenta los gastos civiles relacionados con la operación, ni tampoco el mantenimiento de las bases permanentes al sur del Sáhara desde la época de la independencia; sin estas últimas, el coste de un despliegue en el extranjero habría sido mucho mayor. Si sumamos la cooperación militar con los ejércitos de la región, la inversión en la lucha contra el terrorismo en el Sahel rondaría en realidad los 2.000 millones de euros, cuatro veces más que la cantidad anual de ayuda humanitaria destinada a los países de la zona. Sin duda, no es una carga insignificante en tiempos de pandemia y recesión económica. A esto se añade un “precio de sangre” que no deja de aumentar: en ocho años, de 2013 a 2021, el ejército francés ha perdido más de 50 militares en el Sahel, más que las tropas británicas que partieron a la conquista de Nigeria, un país mucho más poblado, entre 1899 y 1914.

La prolongación hasta la eternidad de la operación Barkhane ha provocado, sobre todo, un fenómeno de desgaste. Con el tiempo, determinados segmentos de la población han acabado por ver a las tropas francesas como fuerzas de ocupación. Ahora abundan en las redes sociales las teorías conspirativas sobre las intenciones ocultas del antiguo colonizador. Difundidas a veces a nivel oficial, durante una rueda de prensa, llegan sobre todo a las élites, confirmando los estudios que muestran que los rumores circulan en todos los medios, y no solo entre las clases trabajadoras (Denis Tull, “Cuestionar a Francia en Malí”, Critique Internationale, 2021). Sobre el terreno, los malentendidos son todavía más graves, puesto que los soldados de Barkhane no tenían el mandato de proteger a los civiles, sino solo de luchar contra los grupos calificados de terroristas. La brutalidad tampoco ha contribuido a mejorar la reputación del excolonizador. En Bunty, en el centro de Malí, a principios de 2021, los soldados de Barkhane negaron haber bombardeado a civiles, mientras que los testimonios recopilados por investigadores de Naciones Unidas demostraban lo contrario.

 

La creciente impopularidad de Francia

En el Elíseo, desde luego, prefieren restar importancia al aumento del sentimiento antifrancés, o achacarlo a maniobras hostiles por parte de Turquía o Rusia. Algunos incluso llegan a negar sus impactos estratégicos. En el plató de Canal Plus, un supervisor general de las Fuerzas Armadas, Daniel Hervouët, declaró el 26 de noviembre de 2019: “En el Sahel, la población no ama a Francia. Pero no importa. Eso tiene impacto, sobre todo, en la opinión pública de la metrópoli” (este exoficial de inteligencia y fuerzas especiales es también autor de un libro con un título revelador: Besoin d’autorité).

Sin embargo, en el Sahel se preguntan cómo se las arreglaría Francia, sin el apoyo de la población civil, para ganar la guerra contra grupos inmersos en la población. En este sentido, la batalla de corazones y mentes está lejos de ganarse. En efecto, las poblaciones locales sospechan que la antigua potencia colonial quiere apoderarse de recursos minerales insospechados y pretende perpetuar su dominio sobre mercados que, en realidad, son poco solventes. En esto coinciden con la opinión de algunos investigadores, que consideran que todas las intervenciones militares de Francia en África han sido parciales y egoístas (Bruno Charbonneau, Francia y el nuevo imperialismo, 2008).

De modo que los soldados de las operaciones Serval en 2013 y luego Barkhane a partir de 2014 no son percibidos como neutrales. Al contrario, se sospecha que desembarcaron en Malí para consolidar la independencia de sus aliados tuaregs. La prueba más evidente, argumentan los nacionalistas en Bamako, es que el antiguo colonizador nunca ha ocultado su simpatía por los “hombres azules” del desierto, guerreros a cuya valentía se ha referido a menudo con cierta dosis de nostalgia y romanticismo. En su momento, las autoridades francesas, siempre dispuestas a denunciar las atrocidades de los terroristas, no dijeron nada sobre los saqueos, violaciones, ejecuciones sumarias y reclutamiento de niños soldado por parte de los separatistas en 2012… En cambio, sus servicios secretos fueron acusados de haber apoyado a los separatistas “laicos” del Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA) para contrarrestar el surgimiento de grupos yihadistas en 2012. En 2013, el ejército francés, deseoso de evitar las masacres de civiles por parte de militares sedientos de venganza, llegó a prohibir a las tropas malíenses regresar a Kidal, un bastión de los separatistas tuareg en el Norte. El entonces presidente, Ibrahim Bubacar Keïta, denunció públicamente esta obstrucción.

Durante las negociaciones de paz mantenidas en 2015, se acusó a París de favorecer a los tuaregs en detrimento de poblaciones sedentarias y negras como los songais, los peuls y los bellas, que son mayoritarias en el Norte de Malí. Según admitió Nicolas Normand, exembajador francés en Malí, (Le Point, 30 de marzo de 2021), el Elíseo adoptó de este modo un doble rasero al guardar silencio sobre las maniobras dilatorias de los rebeldes al tiempo que criticaba la lentitud del gobierno en Bamako, que se negó a aplicar los términos del acuerdo, firmado finalmente en Argel. En 2020, París también dio muestras de su torpeza al utilizar una palabra de la lengua tamachek de los tuaregs, takuba (sable), para bautizar la agrupación de fuerzas especiales europeas llamadas para acudir como refuerzo de los soldados ya desplegados sobre el terreno.

 

El apoyo a regímenes autoritarios y corruptos

Otro problema es que la continuación de la operación Barkhane reforzó la idea de que Francia estaba interviniendo en el Sahel para apoyar a regímenes impopulares pero sometidos al Elíseo. De hecho, la permanencia de los soldados franceses liberó a los poderes establecidos de sus responsabilidades políticas, sociales y de seguridad. El fenómeno, observado en Chad desde los años sesenta, se conoce desde hace mucho tiempo: al servir como seguro de vida para los presidentes africanos en dificultades, las intervenciones militares del Elíseo han disuado a las autoridades locales de mejorar su gobernanza, reformar sus ejércitos y emprender negociaciones serias con los grupos rebeldes. Actualmente, la prolongación de la operación Barkhane hubiera obligado a los soldados franceses a sustituir a los Estados fallidos. Al hacerlo, los ha arrastrado insidiosamente a interminables problemas de gestión de zonas de conflicto: un “exceso de mando” que los estadounidenses llaman mission creep.

Las contradicciones de la política de Francia en el Sahel son aún más evidentes. Por un lado, se acepta generalmente que la solución a los diversos conflictos del Sahel reside en “el refuerzo de las capacidades” de los Estados de la zona, una forma educada de subrayar la necesidad de reformar sus gobiernos en profundidad. Por otra parte, el Elíseo evita admitir los límites de su política de sustitución de regímenes ineficaces, corruptos y, a menudo, autoritarios.

En un reciente informe parlamentario, las diputadas Sereine Mauborgne y Nathalie Serre refutaban la visión según la cual los gobiernos del Sahel “se mantienen en el poder gracias a la mera presencia de las fuerzas internacionales” (Informe sobre la operación Barkhane, 2021). Al mismo tiempo, sostenían que, si el ejército francés se marchara, “todo el edificio construido para la estabilización del Sahel se derrumbaría… como un castillo de naipes”. Y añadían sin titubear: “Hoy no hay solución sin Barkhane”.

 

De los parlamentarios a los implicados ausentes

AL minimizar la capacidad de resiliencia de los africanos, estas declaraciones dan una idea bastante clara de la opinión que tiene la antigua potencia colonial sobre el carácter indispensable de su presencia en el Sahel. Desde 2013, los escasísimos informes parlamentarios sobre las operaciones Serval y luego Barkhane han sido muy poco críticos a este respecto. Anunciados a bombo y platillo, no tienen como fundamento investigaciones de campo y se basan principalmente en lo que les contaron los principales supervisores de intervenciones militares. Sin temor a los conflictos de intereses, tampoco buscaron cotejar su información para apartarse un poco de los relatos oficiales.

Por ejemplo, después de una visita relámpago de cuatro días a Gao y Niamey, las autoras del informe escucharon principalmente los consejos de diplomáticos y círculos de seguridad. En Francia, no consideraron oportuno escuchar a algunos de los especialistas en negocios más conocidos de Malí, y mucho menos a los habitantes de los países afectados. Sin embargo, encontraron la manera de entrevistar a Bernard Lugan, un historiador ruandés y africanista de extrema derecha cuyas tesis eran tan radicales que incluso el Ministerio de Defensa tuvo que poner fin, en 2015, a sus clases en la Escuela Militar de Saint-Cyr.

Así, los diputados franceses fueron mucho menos belicosos que sus homólogos estadounidenses o británicos, cuyas investigaciones llevaron a conclusiones severas sobre los “postulados erróneos” y los resultados cuanto menos decepcionantes de las intervenciones militares emprendidas en Irak, Afganistán o Libia. Es cierto que el Elíseo está acostumbrado desde hace mucho tiempo a ayudar a gobiernos corruptos y autoritarios en el África subsahariana. El caso de Chad, un ejemplo clásico en el Sahel, lo demuestra. De hecho, ya en 1965, cinco años después de la independencia, el ejército francés comenzó a involucrarse en una guerra “que no tenía otro motivo que apoyar un régimen absurdo”, según la fórmula de un antiguo oficial meharista que permaneció en el país hasta 1974 y que fue testigo de las exacciones de la soldadesca de Yamena (Jean Chapelle, Nomades Noirs du Sahara, 1982). A partir de 1969, París también intensificó su cooperación civil para tratar de remediar las deficiencias del gobierno local. El Elíseo puso entonces en marcha una maquinaria infernal y el experimento fracasó. En 1979, la guerra llegó a la capital y, al año siguiente, las tropas francesas tuvieron que abandonar Yamena a petición casi unánime de los beligerantes. En aquella época, la embajada de Francia también tuvo que cerrar sus puertas y trasladar su personal a Camerún.

 

Un mañana incierto

Desde entonces, no parece que se hayan aprendido las lecciones. Como en el pasado, Francia llevó literalmente del brazo al régimen de Idriss Deby, que, en 1990, tomó el poder por la fuerza de las armas en Yamena y terminó siendo asesinado en combate en 2021, poco después de haberse autoproclamado mariscal. De modo que, con el tiempo, París se encontró pagando a fin de mes a los funcionarios chadianos mientras el gobierno se apresuraba a desviar sus rentas petroleras. En 2008, Francia incluso envió a la Fuerza Aérea a bombardear columnas rebeldes que se acercaban peligrosamente al palacio presidencial. Sin embargo, su política de cooperación civil y militar apuntaba principalmente a evitar lo peor… sin lograrlo realmente.

De hecho, no existe realmente un auténtico plan B, ahora que el “presidente mariscal” ha sido asesinado en circunstancias poco claras, posiblemente por sus propios hombres. En Chad, las instituciones del Estado siguen siendo muy frágiles, y las disputas sobre la sucesión de Idriss Déby bien podrían terminar en una batalla campal en las calles de Yamena. La lección es válida para toda la zona, especialmente en Malí, donde los golpistas acaban de destituir a otros militares.

La imposibilidad de ocupar el lugar de las potencias en decadencia pone finalmente de manifiesto la impotencia de Francia en el Sahel. También subraya la magnitud de la tarea futura en una región que está experimentando un gran crecimiento demográfico. Los países del G5 del Sahel se encuentran entre los más pobres del mundo. La capacidad de acción de sus Estados es similar, con una media de menos de 10 funcionarios por cada 1.000 habitantes y un gasto público de 200 euros por ciudadano y año, frente a, respectivamente, 90 funcionarios y 6.000 euros en Francia. En concreto, esto significa que el compromiso militar de la comunidad internacional no será suficiente. De hecho, el problema es fundamentalmente político en países que también están gangrenados por la corrupción, el mal gobierno y las violaciones de los derechos humanos. La crisis es estructural y la respuesta a los innumerables desafíos de la región está, ante todo, en manos de los habitantes del Sahel.

Esta observación, obviamente, plantea muchas preguntas sobre el papel que los países miembros de la Unión Europea pueden seguir desempeñando en un momento en el que el Elíseo se plantea reducir su dispositivo en la zona. La ministra francesa de Defensa, Florence Parly, ya había evocado en junio de 2020 ante los senadores la posibilidad de replantearse el compromiso militar internacional en caso de que los Estados del Sahel siguieran violando los derechos humanos. Tras el último golpe de Estado en Bamako, París anunció, a principios de junio de 2021, una interrupción temporal de sus operaciones conjuntas con el ejército de Malí. También se suspendieron las actividades de la fuerza takuba, iniciada por Francia y compuesta por unidades de fuerzas especiales europeas. Por tanto, hoy la Unión Europea tendrá que adaptarse a las opciones elegidas, que no hacen más que poner de manifiesto los impases estructurales de la operación Barkhane.