Existe consenso entre los analistas sobre que el protagonismo relativamente fuerte que España desempeñó en la política europea durante la década de los noventa dio paso a otra fase caracterizada por un perfil más bajo y cierta pérdida de poder. No hay, en cambio, acuerdo a la hora de determinar la fecha del punto de inflexión ni el factor que la causó, poniendo fin a un periodo fulgurante iniciado al poco tiempo de la adhesión y que se prolongó hasta, como poco, la firma del Tratado de Niza.
Hay quien apunta a la apuesta atlantista de José María Aznar a partir de los atentados del 11-S, mientras otros expertos señalan el ensimismamiento interno que distinguió las presidencias de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy; sobre todo, tras la larga recesión iniciada en 2008 que mutó poco después en una crisis de legitimidad política y territorial. Incluso circula como hipótesis que la causa paradójica de ese declive residiera en el éxito: una vez conseguidos el acceso al mercado interior, los generosos fondos para las infraestructuras o el sector agrícola y la participación en el euro, los políticos españoles se dieron por satisfechos y Madrid se convirtió en un jugador reactivo que se limitaba a seguir en Bruselas el camino trazado por Berlín y París. La erosión de la influencia seguramente se debió a una combinación de todo lo anterior, complementado con explicaciones ajenas a la propia España como resultado de la gran ampliación al Este, el fracaso del tratado constitucional o la deficiente arquitectura de la unión económica y monetaria que tanto perjudicó a todo el sur de Europa.
En cualquier caso, parece que una constelación más favorable de variables al inicio del actual ciclo político europeo (2019-24) colocaba a España en buena posición para volver a desempeñar un papel…