Cuando se produjo la revolución libia, en la primavera de 2011, los observadores que más tiempo llevaban interesándose por el devenir de ese país se preguntaron hasta qué punto el legado de Muamar el Gadafi condicionaría la capacidad del Consejo Nacional de Transición (CNT) y de los subsiguientes gobiernos para crear un Estado moderno cuando se depusieran las armas. Fundado por las grandes potencias tras la Segunda Guerra mundial e inmensamente maltratado por el régimen de Gadafi desde 1969, Libia como país ha tenido pocas instituciones que sirvieran de mecanismos de apoyo para la creación de un Estado y su ciudadanía ha carecido de sentimientos de identidad nacional. Estas patentes deficiencias en la construcción exitosa de Estado y nación suscitaron preguntas pertinentes sobre la capacidad de los nuevos dirigentes libios para crear renovadas instituciones nacionales tras la guerra civil y, en particular, para impedir que la estabilidad del país dependiera del reparto de los abundantes ingresos petroleros, un mecanismo al que recurrió con habilidad el régimen anterior.
Tres años después del fin de la guerra civil y pese a las negociaciones en curso de la Misión de Apoyo de las Naciones Unidas en Libia (Unsmil, por sus siglas en inglés), que se celebran en Ginebra en pos del acercamiento de las diferentes facciones, los escépticos han demostrado llevar razón en gran medida. Desde luego, hubo un momento de entusiasmo –coincidiendo más o menos con las elecciones nacionales de julio de 2012– en el que se creyó que Libia podría arreglárselas solo, y que el país unificado y democrático imaginado por los primeros líderes políticos de la posguerra llegaría por fin a materializarse.
Sin embargo, poco después de la revolución, el proceso político –encarnado en una hoja de ruta redactada por el CNT– se reveló demasiado endeble. Carecía en efecto de…