La incesante guerra contra las mujeres
Cada 11 minutos, en el mundo muere una mujer asesinada en el ámbito doméstico. Para demostrar que no son casos aislados ni en el espacio ni en el tiempo, en Féminicides. Une histoire mondiale se describen, analizan y compilan acosos, agresiones y asesinatos de los que han sido víctimas las mujeres a lo largo de la historia por el mero hecho de serlo.
Estamos ante casi un millar de páginas, con textos de más de un centenar de reputadas especialistas en la materia (Claudine Cohen, Silvia Federici, Rosa-Linda Fregoso, Rita Laura Segato, entre otras), cuya dirección ha corrido a cargo de Christelle Taraud, historiadora francesa experta en género y sexualidad en contextos coloniales, que firma y traduce, además, varios artículos del libro. Algunas de las autoras se reunieron en Noruega el 8 de marzo de 2022, Día Internacional de los Derechos de la Mujer, en el primer Simposio Internacional Steilneset sobre feminicidio.
El escenario de los debates fue el Memorial Steilneset (2011), un monumento del arquitecto Peter Zumthor y la artista Louise Bourgeois que conmemora las ejecuciones de 91 personas en Vardø (entre ellas, 77 mujeres) acusadas de brujería en el siglo XVII. Tanto el contexto de estos procesos como la génesis del diseño del memorial se abordan también en este volumen.
Entre todas las colaboradoras, en las páginas de esta obra se ofrece una valiosa herramienta enciclopédica para que un público amplio –no solo académico– descubra las ramificaciones de esta guerra de género en toda su dimensión.
Si bien el término “feminicidio” es bastante reciente, Féminicides se centra en mostrar que el fenómeno que designa –antiguo y multiforme– está presente en las sociedades patriarcales de casi todo el mundo desde hace milenios, pues, de entre todas las discriminaciones que ha conocido la humanidad, la más antigua y estructural ha sido la ejercida contra las mujeres, por lo que forma “un sistema de violencia tan arraigado, tan asumido, tan integrado, tanto individual como colectivamente, que acaba siendo transparente, irreflexivo, un tabú”. Para ilustrarlo, los artículos que componen esta obra parten desde la prehistoria y llegan hasta las noticias y los estudios más recientes: desde la Venus hotentote hasta el arte contemporáneo y el rap; desde la caza de brujas de la Edad Media hasta los feticidios femeninos selectivos en India y China; desde la explotación laboral y sexual de mujeres convertidas en esclavas en las plantaciones antillanas hasta la descolonización y el mestizaje. El objetivo es ofrecer una imagen de conjunto de lo que Taraud denomina “continuum féminicidaire” (inspirándose en el “continuum of sexual violence” de Liz Kelly), un patrón de violencia sufrido por las mujeres que trasciende épocas, culturas y países. Para reflejar esa diversidad geográfica el libro visita los cinco continentes.
«La discriminación contra las mujeres forma un sistema de violencia tan asumido, individual y colectivamente, que acaba siendo transparente, irreflexivo, un tabú»
En cuanto al término en sí, hay dos momentos clave en su formación. En 1976, una socióloga feminista surafricana, Diana Russell, creó el neologismo inglés “femicide” (femicidio) al darse cuenta de que los asesinatos de mujeres en el ámbito doméstico se diluían en la categoría más general de “homicidio”. Con ese nuevo término, pues, se refería al asesinato misógino motivado por el odio, el desprecio, el placer o el sentido de propiedad sobre la mujer. El segundo hito se produjo en la década de los noventa en México, cuando se exhumó una multitud de cadáveres de mujeres de fosas comunes, muchos de los cuales mostraban signos de haber padecido violencia extrema. Ciudad Juárez se convirtió en la capital del feminicidio impune: las víctimas eran en gran parte maquiladoras que trabajaban como mano de obra barata y desechable en empresas que exportan sus productos en exclusiva al rico país vecino, de donde procede la materia prima. Fue entonces cuando la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, mientras realizaba como diputada una amplia investigación sobre los asesinatos en la ciudad fronteriza con Estados Unidos, dio un paso más allá y acuñó el neologismo español feminicidio, para distanciarlos de los homicidios de mujeres a manos de sus compañeros y referirse a los crímenes en masa diseñados para aterrorizar a más de la mitad de la población; crímenes, por tanto, no dirigidos a una persona, sino a un género, a una identidad.
Lagarde probó que esa violencia era consustancial al sistema: no se trataba de crímenes aislados, ajenos entre sí, sino de una opresiva herramienta de control sobre la población femenina en sociedades patriarcales, de la que el Estado era cómplice por omisión o negligencia. El responsable del crimen ya no es solo el hombre que lo comete, sino la sociedad machista que crea las premisas y lo tolera. En algunos territorios, el feminicidio está más extendido porque los derechos de las mujeres no están protegidos ni garantizados en la esfera pública ni tampoco en la privada. Pero hablamos de feminicidio no solo en los casos en que las mujeres son asesinadas por serlo, sino también cuando se cometen otras formas de muerte simbólica.
Desde las primeras páginas Féminicides reclama más espacio para “las mujeres pobres, las mujeres racializadas, las mujeres con discapacidad, las mujeres en conflicto con la ley”. La diversidad también está en las fuentes utilizadas: textos de referencia junto a otros menos conocidos o inéditos, procedentes de la literatura, pinturas, fotografías, películas, canciones, semblanzas de personajes, etcétera. Así, se pasa de la actriz Marie Trintignant a las sagas medievales islandesas en una proeza de investigación apabullante que convierte este libro en un manifiesto político.
La terminología más extendida para ordenar cronológicamente el movimiento feminista puede ser precisa, pero no por ello deja de transmitir un realismo amargo. En los periodos referidos como “olas” encasillamos a figuras como las sufragistas, a Simone de Beauvoir, Betty Friedan, Angela Davis, Nawal El Saadawi, Fatima Mernissi, Maya Angelou, Bertha Lutz y Marcela Lagarde, que lucharon por sus ideas desde tribunas conquistadas con sudor y lágrimas. Las “olas”, por naturaleza, aparecen de forma repentina y tienen una duración finita. Sugieren lo que describió Virginia Woolf al inicio de su novela homónima: “La ola se detenía, y después volvía a retirarse arrastrándose, suspirando, como un durmiente cuyo aliento va y viene en la inconsciencia”.
Ni siquiera la inteligencia artificial se atreve a contradecir esta dinámica. Pregunté a ChatGPT, y esta fue su respuesta: “A pesar de los logros y la creciente conciencia, es probable que en el futuro nos enfrentemos a retrocesos y a la resistencia de quienes quieren mantener las desigualdades de género actuales”. Por eso es vital el estudio del feminismo, entendido como lectura integradora de un progreso humano sostenible, porque señala prejuicios arraigados que se oponen a una interpretación más rica y justa de la realidad.
En el siglo XXI, los derechos de las mujeres se han consolidado como instrumento medidor de la salud democrática de un país y la deriva violenta de su gobierno (véase Sex and World Peace, Valerie M. Hudson et al., CUP, 2012). Es elocuente que fuera hace cinco años cuando Rusia desprotegió la violencia doméstica en el Código Penal: ahora solo se imponen sanciones administrativas si no se causan “lesiones corporales graves”.
«En el siglo XXI, los derechos de las mujeres se han consolidado como instrumento medidor de la salud democrática de un país y la deriva violenta de su gobierno»
Es necesario –y radica en el espíritu de este libro– desvincular feminismo con ataque al género masculino. Margaret Atwood lo describió con ironía hace cuatro décadas: “Si un hombre describe un personaje masculino de manera negativa, es la condición humana; si lo hace una mujer, es injusta con los hombres”.
Tras las multitudinarias marchas de 2019 al son de “Un violador en tu camino”, la canción de protesta conocida también como “El violador eres tú” –una ola drenada temporalmente por la pandemia–, con solo un vistazo más allá del complaciente microcosmos de cada cual podemos observar el momento actual de bajamar. Violaciones como arma de guerra en la invasión de Ucrania; prohibición del acceso a la educación superior para las afganas; persecución a las mujeres iraníes por no cubrirse bien el cabello o bailar en la calle; continuidad de feminicidios en Ciudad Juárez; repunte generalizado de la violencia de género durante las vacaciones de Navidad; duplicación del número de matrimonios forzados en zonas de inseguridad alimentaria; persistencia en India de la prueba “de los dos dedos” o de virginidad; cronificación en Líbano del acoso sexual a las empleadas domésticas migrantes; la inmutable brecha salarial en Corea del Sur, una de las más pronunciadas en los países desarrollados, con solo un 5,8% de puestos directivos ocupados por mujeres… Los ejemplos mencionados son muchos, pero si nos limitamos a enumerarlos se corre el riesgo de que se perciban como hechos aislados, en lugar de ver la conexión que tienen con el contexto.
Se agradece en el libro de Taraud la apuesta por la variedad de ámbitos –la universidad, el periodismo, la literatura y el activismo– de los que proceden las voces femeninas y masculinas, contemporáneas y del pasado, incluidas las de víctimas y agresores, y que se engloban en este coro caleidoscópico que cartografía la genealogía del odio hacia una mitad de la población, a veces a partir del análisis de algo en apariencia tan banal como el uso histórico de “puta” a modo de insulto, como hace la lingüista Dominique Lagorgette. El “continuo feminicida” se expresa aquí tanto en la variedad de contenidos como en la de géneros y fuentes: cartas al director, fragmentos de obras literarias, actas judiciales, artículos científicos, fragmentos de ensayos, textos originales y recuperados, manifiestos, material de archivo, películas, crónicas periodísticas, obras de arte (instalaciones, ilustraciones, fotografías…), estadísticas, informes oficiales y música rap, entre otros. Lejos de un formato académico convencional, como su predecesor más cercano, On tue une femme. Le féminicide. Histoire et actualités (Lydie Bodiou et al., Hermann, París, 2019), la propuesta de Taraud es la del collage o, mejor aún, el gesto del comisario de una exposición histórica y transcultural que subraya tanto las causas como la representación y la transmisión de estas violencias histórica y geográficamente.
Con todo, el lector se dará cuenta de que no están todas las que son, y le asaltarán recuerdos de otros nombres y textos que podrían completar este libro, incompleto por necesidad, sin que eso signifique quitarle ningún mérito como original punto de partida. En próximas ediciones no estaría de más añadir las biografías de los colaboradores y un índice onomástico.
«Lejos de un formato académico convencional, la propuesta de este libro es la del ‘collage’ o, mejor aún, el gesto del comisario de una exposición histórica y transcultural»
Por mi parte, pensé en La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, sobre la participación de la mujer en el frente soviético, que explica cómo las que volvían eran estigmatizadas por haber compartido espacio con hombres; o el rapto de novias en el Cáucaso y Asia Central que describe la novelista Alisa Ganieva; o el origen de la sexualización de las mujeres orientales en EEUU que la periodista y etnógrafa Panthea Lee encuentra en las bases militares desplegadas en el Sureste Asiático, con jerga tan abyecta para referirse a las prostitutas autóctonas como “LBFM” (Little Brown Fucking Machine); o la experiencia de la maternidad de Rachel Cusk en Un trabajo para toda la vida; o el feminicidio de la hermana de Cristina Rivera Garza en El invencible verano de Liliana; o los indispensables Laëtitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka, El acontecimiento, de Annie Ernaux, Enfermas, de Elinor Cleghorn, La mujer invisible, de Caroline Criado…
¿Por qué los hombres –entiéndase, no todos– se sienten amenazados por las mujeres? ¿Por qué las cosifican y las consideran su propiedad? ¿Por qué una mujer corre un riesgo si quiere divorciarse, si toma la palabra, si participa en política, si quiere traspasar los papeles que le han asignado? Son preguntas pertinentes que no deberíamos dejar de plantearnos, habida cuenta que no hay disciplina que no se haya enriquecido con la aportación de las mujeres. Lo hace la nueva generación de paleontólogas –Claudine Cohen en estas páginas, pero pienso también en la catedrática española de prehistoria Marga Sánchez–, que reconsidera y complementa los mitos sobre la evolución humana distorsionados por la mirada victoriana, o las historias del mundo clásico que se apropian de un legado viciado de la mirada del mundo académico, mayoritariamente masculino.
Esta reciente historia mundial, con materiales excelentes para educadores, muestra que hay mucho trabajo por hacer y que buena parte de la energía, como apunta Cohen, se va simplemente en trouver les femmes en la historia. En la misma conferencia citada, Atwood decía que le preguntó a un amigo varón por qué los hombres se sienten amenazados por las mujeres, y este respondió que, a pesar de que los de su género, por lo general, son más fuertes y tienen más poder económico, “tienen miedo de que las mujeres ridiculicen sus puntos de vista”. Cuando preguntó a las chicas de un seminario de qué tenían miedo, la respuesta fue: “De que nos maten”. Además de construir una sororidad inclusiva y abierta, las mujeres tienen que gestionar esos miedos y frustraciones imprevisibles de los hombres. “A partir de aquí deduje que los hombres y las mujeres son diferentes, en cualquier caso, en cuanto al porqué y al cuándo se sienten amenazados”, añadió la autora de El cuento de la criada, un relato que hasta hace poco pasaba por ser una distopía hasta que el Tribunal Constitucional de EEUU tumbó el caso Roe contra Wade.