La presidencia de Joe Biden comenzó muy bien: la nación y el mundo entero suspiraron con alivio al ver la vuelta a la “normalidad” que representaba la figura tranquila y confiada del nuevo presidente, el tenor preciso y firme de sus alocuciones, y el aparente dominio del ejecutivo y del legislativo después de los sustos y angustias de los últimos días de Donald Trump. En efecto, el Congreso aprobó con apoyo bipartidista los 2,2 billones de dólares de la ley de alivio del Covid y, un año después, los 1,9 billones de la ley del plan de rescate nacional. Significó un generoso subsidio que el país recibió con gran satisfacción. Al mismo tiempo, el presidente encaró la pandemia con una decisiva eficiencia que contrastaba con la irresponsable inacción del gobierno anterior.
Todo se está desvaneciendo con singular rapidez. La popularidad de Biden ha descendido de manera alarmante. Algunas causas no son culpa suya: la pandemia se recrudece con una cuarta ola y la variante delta, agravada por una increíble politización de las mascarillas y vacunas; y aunque los gobernadores y legislaturas republicanas hayan sido responsables en gran medida del aumento de la pandemia, la opinión pública culpa al gobierno federal como último responsable.
Ha aumentado el caos en la frontera sur con un incremento de la inmigración ilegal y el escándalo de los refugiados haitianos; nadie sabe en realidad cómo afrontar el terrible y doloroso éxodo de refugiados e inmigrantes que llegan a la frontera con México, pero el presidente había prometido que iba a arreglar la situación y, en cambio, no tiene más remedio que continuar las medidas de su antecesor. Biden heredó una irreparable situación en Afganistán. Desde que Estados Unidos se sentó a negociar con los talibanes sin la presencia del gobierno de Kabul, imponiendo la liberación…