POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 36

La gente pasa junto a una imagen de Mao Zedong en Pekín. GETTY

La herencia de Mao en la China actual

Diciembre de 1993 marca el centenario del nacimiento de Mao. Aunque dio forma a la evolución de la República Popular, la China post-maoísta es un país bastante diferente.
Enrique Fanjul
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El 9 de septiembre de 1976, a los 82 años de edad, moría Mao Zedong, el líder del Partido Comunista que ha llevado a cabo la gran revolución del siglo XX, y cuyo centenario se celebra en diciembre de este año de 1993. La noticia de la muerte del hombre que había conducido al Partido Comunista a la victoria a lo largo de muchos años de luchas y guerras, y que había dirigido los destinos de la República Popular durante cerca de tres décadas, provocó en el pueblo chino un gran impacto emocional, en el que se mezclaron sensaciones diversas: pesar, alivio, temor ante las incertidumbres que ofrecía el futuro… Mao marcó fuertemente con su sello personal la evolución de la República Popular China. La China posmaoísta, sin embargo, iba a ser muy diferente a la China de Mao. Un visitante que hubiera estado en el país a su muerte, y que hubiera vuelto al cabo de sólo algunos años, se habría sin duda sorprendido ante la amplitud de los cambios registrados en tan corto espacio de tiempo.

El énfasis maoísta en las consignas políticas, el igualitarismo, la lucha contra el revisionismo, la necesidad de seguir valorando la lucha de clases como el problema principal aun en una sociedad socialista como era la República Popular, así como el deseo de exportar la revolución comunista según el modelo chino a otras zonas del mundo, habían dado paso a un desenfrenado economicismo, en virtud del cual, por ejemplo, se proclamaba como nueva consigna nacional que “enriquecerse es glorioso”. Por la sociedad se extendían a gran velocidad fenómenos que anteriormente hubieran sido insospechados, bien sean fenómenos culturales —como la moda, el aeróbic o la música rock—, económicos —como las Bolsas de Valores o la presencia de las mayores multinacionales del mundo capitalista—, y también sociales— como la prostitución o la droga.

Apenas un par de años después de la muerte de Mao Zedong, efectivamente, China emprendió con firmeza un proceso de reforma que ha supuesto una variación radical en múltiples órdenes en relación con la orientación que había estado siguiendo hasta entonces. Bajo la inspiración directa de Deng Xiaoping, el veterano dirigente comunista que se hizo con el poder poco después de la muerte de Mao, convirtiéndose en el nuevo gobernante supremo del país, se cambiaron drásticamente las prioridades de la política nacional. Con la reforma, la máxima prioridad pasó a ser la modernización económica. Crecer, mejorar el nivel de vida de la población, adquirir tecnología avanzada, incrementar la eficiencia en la asignación de recursos: éstos han sido los motivos centrales de la política de reforma, una política que ha guiado a China desde fines de la década de los años setenta y que, a principios de los noventa, y a pesar de todos los obstáculos que haya podido conocer, está consolidada como la vía a través de la cual la nación china cruzará el umbral del año 2000.

 

«Apenas un par de años después de la muerte de Mao Zedong, China emprendió con firmeza un proceso de reforma que ha supuesto una variación radical con la orientación que había estado siguiendo hasta entonces».

 

En este año de 1993, en que se cumple el primer centenario del nacimiento de Mao, hay una cuestión que se puede plantear en buena lógica: ¿Qué es lo que queda de Mao en la China actual, en la China de la reforma, aparentemente tan alejada de la senda por la que él intentó conducirla? ¿Hasta qué punto persiste una herencia del maoísmo, entendiendo el término maoísmo en un doble sentido: por un lado, la acción política efectiva, real, de la figura histórica de Mao y, por otro, su ideología, el que fuera llamado marxismo-leninismo pensamiento Mao Zedong, que sirvió de base ideológica no sólo al Partido Comunista Chino, sino a numerosos partidos comunistas de todo el mundo? ¿O es que acaso, como muchos seguramente piensan, ya no queda en China ninguna herencia de Mao?

 

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Para responder a las anteriores cuestiones, lo primero que hay que tener en cuenta es que la figura de Mao no es unidimensional, única. Es decir, hubo a lo largo del tiempo, por así decirlo, varios Mao diferentes e incluso contradictorios entre sí en su actuación política y en su ideología. Dependiendo de cuál sea el Mao que consideremos, su herencia ha desaparecido o –en contra de lo que podría deducirse de una observación superficial de la China de nuestros días, que se encamina decididamente hacia una economía de mercado, capitalista– su herencia sigue presente de forma importante.

El Mao cuya herencia ha resistido menos el paso del tiempo es el más próximo cronológicamente, el Mao de los últimos veinte años de su vida, que asumió posturas de un izquierdismo radical; lanzó campañas que tuvieron efectos devastadores sobre China; propugnó el igualitarismo a ultranza; desconfió de los intelectuales; defendió que al comunismo se podría llegar con mucha mayor rapidez de lo que hasta entonces se había considerado; y persiguió con terrible crueldad a los que percibió como sus enemigos políticos, aunque fueran viejos compañeros del partido que habían luchado a su lado durante años.

Hay una cuestión que se puede plantear en relación con la actuación de Mao en las dos últimas décadas de su vida: hasta qué punto sus planteamientos respondieron a una genuina convicción, o hasta qué punto fueron una pantalla para encubrir su pugna por el poder. Quizá ambas motivaciones, convicción e interés, actuaron conjuntamente, entremezcladas y alimentándose entre sí, sin que sea posible separarlas con claridad. Quizá la distinción entre una y otra, al fin y al cabo, no tiene mayor relevancia, puesto que lo que verdaderamente cuenta para el análisis histórico es el comportamiento real, al margen de las motivaciones últimas de los protagonistas. Según han señalado algunos autores, Mao tenía una personalidad psicológica particular, una personalidad “frontera” con dos características que condicionarían su comportamiento a partir de 1957. Una de ellas era la necesidad de tener enemigos irreconciliables, enemigos que podían ser tanto países —Estados Unidos, la Unión Soviética— como personas. La otra era su incapacidad para compromisos emocionales permanentes: Mao, a lo largo del tiempo, terminó enfrentándose con varios camaradas del partido con los que supuestamente había llegado a estar muy cercano, camaradas que habían luchado con él, que habían sido sus colaboradores y amigos pero que, o bien le abandonaron, o bien Mao los rechazó. Los dos casos más importantes son los de Liu Shaoqi y Lin Biao. Liu Shaoqi, un viejo revolucionario que compartió con Mao momentos de lucha, derrota y victoria, y que llegaría a ocupar el cargo de presidente de la República Popular, sería perseguido y tendría un final trágico durante la Revolución Cultural. Lin Biao, nombrado en 1969 como sucesor de Mao, murió en 1971 cuando el avión en el que intentaba huir de China se estrelló en Mongolia, tras haber organizado una conspiración y un intento de asesinato de Mao Zedong.

A partir de 1957, Mao tenía motivos para temer que su posición política fuera cuestionada. Dentro del partido, determinados sectores habían asumido abiertamente las críticas contra Stalin, susceptibles de ser interpretadas como críticas contra el dominio excesivo del poder por una sola persona, lo cual en las circunstancias de China significaba poner en tela de juicio la figura de Mao. En el VIII Congreso del Partido Comunista Chino, celebrado en 1956, los informes políticos más relevantes fueron presentados por Deng Xiaoping y Liu Shaoqi, no por Mao. La frase que hacía referencia al papel guía del “pensamiento Mao Zedong” fue suprimida de la constitución del partido. El puesto de secretario general, que había sido abolido hacía tiempo, fue restablecido y ocupado por Deng Xiaoping. Los documentos aprobados en el Congreso, finalmente, recogieron ideas económicas más bien ortodoxas, opuestas a las que estaba proponiendo Mao.

Bien fuera como un mecanismo de defensa de su posición de poder o como un genuino desarrollo de sus convicciones políticas, lo cierto es que Mao elaboró en los años finales de la década de los cincuenta unas nuevas teorías políticas, unas teorías que conforman lo que puede denominarse el maoísmo, y que diferían de las que había defendido anteriormente. Este maoísmo se podría sintetizar en cuatro grandes proposiciones.

En primer lugar, Mao argumentó que un factor fundamental en la historia era la conciencia de los pueblos, y que una conciencia adecuada permitiría a éstos moldear la realidad de acuerdo con sus ideas. En esa época, el problema central que el partido tenía que resolver era la modernización económica de un país sumamente atrasado como era China. Mao defendió que con una movilización política basada en una conciencia comunista, se podrían conseguir avances increíbles en un plazo de tiempo muy breve. Esta afirmación estaba en contradicción con la visión marxista tradicional, según la cual lo determinante en el progreso social son las fuerzas materiales, avanzándose hacia el comunismo por un proceso a largo plazo apoyado en el desarrollo de las mismas. Mao invirtió los términos: primero había que establecer el comunismo y una conciencia comunista en la población, y con ellos se conseguiría después el desarrollo de las fuerzas materiales.

 

«Mao defendió que con una movilización política basada en una conciencia comunista, se podrían conseguir avances increíbles en un plazo de tiempo muy breve».

 

Algunos hechos históricos podían alentar en parte este voluntarismo de Mao, este desmesurado optimismo acerca de la capacidad del ser humano – que se reflejó en las consignas que se popularizaron en el Gran Salto Adelante, como “el hombre es el factor decisivo”, o “los hombres son más importantes que las máquinas”–. A lo largo de la historia, Mao y el Partido Comunista habían sido autores de grandes gestas, como la Larga Marcha o la victoria en la guerra civil contra el Kuomintang, cuyo ejército disponía inicialmente de una abrumadora superioridad militar. Esos éxitos no hubieran sido posibles sin una firme voluntad de victoria y un heroico esfuerzo de los combatientes comunistas. En 1957, según Mao, la voluntad y el esfuerzo del pueblo volverían a ser protagonistas de nuevas gestas, ahora no en el terreno militar sino en el económico, posibilitando la industria- lización de China en un tiempo extraordinariamente corto.

El segundo concepto básico del maoísmo fue el de la revolución permanente, según el cual al comunismo se accede mediante una serie indefinida de luchas, de contradicciones, que se van resolviendo a través de sucesivas rupturas revolucionarias. Si con la colectivización de la agricultura efectuada en los años cincuenta se había instaurado el socialismo, ahora se trataba de hacer una nueva ruptura revolucionaria, con la cual se produciría la transición del socialismo al comunismo. El desequilibrio, la contradicción, existían por tanto de forma permanente, y actuaban como motores de la historia.

En tercer lugar, y estrechamente relacionado con la anterior idea de la revolución permanente, Mao afirmó que la lucha de clases continuaba existiendo en las sociedades socialistas. En 1957 se produjo a este respecto un cambio crucial en sus planteamientos: desde ese año, y hasta el final de su vida, la contradicción principal de la sociedad china pasó a ser la contradicción entre la burguesía y el proletariado, entre la vía socialista y la vía capitalista. Aunque en los escritos y discursos de Mao hay una cierta ambigüedad sobre qué es lo que entendía por burguesía, parece que pensaba, más que en una lucha contra las antiguas clases capitalistas que ya habían desaparecido, en la lucha contra tendencias o posturas capitalistas. El concepto de clase no lo hacía depender por tanto de la situación económica sino del comportamiento político individual: no se era capitalista por la condición económica que se tenía, sino por las ideas que se defendían. Según diría, “hay gente en el partido que adopta el disfraz de miembros del Partido Comunista, pero en absoluto representan a la clase trabajadora; por el contrario, representan a la burguesía”, añadiendo que “en una sociedad socialista, nuevos elementos burgueses pueden ser generados”.

En 1958, Mao calculó que las clases “hostiles” suponían un cinco por cien de la población, es decir, unos treinta millones de personas, mostrándose poco optimista sobre la posibilidad de recuperarlas (“si podemos transformar el diez por cien de ellas será un éxito”). Una derivación de esta teoría fue la idea de que en el propio Partido Comunista había aparecido una clase burocrática privilegiada, en un fenómeno paralelo a lo que había sucedido en la Unión Soviética, en la cual, según señalaría Mao en los años sesenta, había emergido una nueva burguesía. Puesto que en una sociedad socialista uno de los peores crímenes que se podía cometer era defender el capitalismo, este tipo de argumentos le serviría para descalificar, con una gran arbitrariedad, a sus enemigos, cuyas ideas y cuyo comportamiento fueron calificados y condenados como capitalistas —por supuesto, por el propio Mao y sus seguidores—. Liu Shaoqi, por ejemplo, recibiría en la Revolución Cultural la etiqueta de “primer seguidor del camino capitalista”. No cabe duda de que éste es uno de los puntos de la doctrina maoísta en el que se halla más diluida la frontera entre la sincera creencia ideológica y la pura conveniencia personal para justificar la destrucción de los enemigos en la lucha por el poder.

En cuarto y último lugar, el maoísmo atribuyó un papel primordial a las masas, y sobre todo a las masas campesinas, como fuente de “creatividad revolucionaria”. Mao siempre manifestó recelo y desconfianza hacia los intelectuales, hacia las personas con una alta capacidad técnica. Lo “atrasado” tenía la ventaja de que sobre ello se podía construir más fácilmente un mundo nuevo; los intelectuales estaban más maleados, tenían ya una determinada forma de ser que no era fácil alterar. El pueblo campesino, atrasado, inculto, era como “una hoja de papel en blanco”. Mao escribió a este respecto: “La pobreza suscita el deseo de cambio y el deseo de revolución. En una hoja de papel en blanco, libre de toda señal, los caracteres más frescos y hermosos pueden ser escritos, los cuadros más frescos y hermosos pueden ser pintados”.

Esta peculiar teoría acerca de las ventajas de lo “atrasado” serviría más adelante para justificar el envío de intelectuales y de la gente de la ciudad al campo, como un procedimiento para que aprendieran las “virtudes proletarias”. Además, en la sociedad podía haber contradicciones entre los dirigentes y las masas, y el Partido Comunista no tenía por qué ser infalible. Esta proposición no era desinteresada. Una de sus implicaciones era que Mao, en el caso de sentirse a disgusto con la línea imperante en el partido, podría liberarse de la disciplina de éste e instituir un vínculo directo con las masas, apoyándose en su papel histórico de gran timonel de la revolución. Como era lógico, Mao no podía aceptar teóricamente la idea de la infalibilidad del Partido Comunista —que ha ocupado normalmente un lugar central en los planteamientos de los partidos leninistas— si anticipaba que en un momento dado tendría que oponerse a la línea dominante en él.

La confianza en que se podrían ejecutar grandes proezas económicas con una movilización y una concienciación política comunista de las masas; la revolución permanente, como un proceso dialéctico de desequilibrios y rupturas que se van sucediendo indefinidamente; la persistencia de la lucha de clases en la sociedad socialista, con la posibilidad de que aparezcan en ésta tendencias políticas capitalistas; y las virtudes revolucionarias de las masas y en particular de las masas campesinas: éstos fueron los cuatro componentes ideológicos del maoísmo, el fundamento político del Gran Salto Adelante, de la Revolución Cultural y del implacable enfrentamiento de Mao y sus seguidores con la línea pragmática del partido; enfrentamiento que marcaría los siguientes veinte años de la historia de China.

 

«China era un país atrasado, y la transición al comunismo, de acuerdo con un planteamiento marxista clásico, sólo sería posible a largo plazo y mediante el previo desarrollo de las estructuras productivas».

 

Esta línea pragmática o moderada analizaba la realidad de una manera notablemente distinta a la de Mao. Los pragmáticos opinaban que la tarea prioritaria no era la lucha de clases, que se podía dar básicamente por terminada en la China de los años cincuenta, sino la modernización económica, que no se podría conseguir a través de la movilización política y la implantación del comunismo, para el cual China no estaba todavía preparada. China era un país atrasado, y la transición al comunismo, de acuerdo con un planteamiento marxista clásico, sólo sería posible a largo plazo y mediante el previo desarrollo de las estructuras productivas. Para fomentar la modernización, los pragmáticos defendían una combinación de planificación socialista con incentivos materiales, es decir, un enfoque más ortodoxo basado en el modelo de socialismo importado de la URSS que China había adoptado en los años cincuenta.

 

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Mao llevó a la práctica sus ideas radicales con el Gran Salto Adelante, una gran campaña basada en la movilización política que sacudió a China en los últimos años cincuenta. Paralelamente a la creación de las comunas, la eliminación de los incentivos materiales, la parcelación privada en la agricultura, etcétera, se formularon una serie de ambiciosos objetivos económicos. El Gran Salto Adelante, sin embargo, provocó una gran desorganización de la actividad económica, la cual, unida a malas condiciones meteorológicas, fue el origen, de una de las mayores catástrofes de la historia de China. La perspectiva histórica ha situado al Gran Salto Adelante como una de las mayores calamidades de la historia contemporánea de China y de la humanidad. Basta un dato estremecedor para comprender su alcance: según estudios sobre lo que habría sido una evolución demográfica normal, se ha estimado que el hambre sufrido durante el Gran Salto Adelante originó un mínimo de entre diez y veinte millones de muertes. Los desastres naturales tuvieron su responsabilidad, sin duda; la explicación maoísta convencional culparía de lo sucedido en estos años a la doble acción de los desastres naturales y la traición de la URSS. Pero la responsabilidad del Gran Salto Adelante es atribuible, según la opinión de muchas personas, antes que a otra cosa, al desorden inducido por la nueva filosofía voluntarista de Mao.

Como reacción al desastre del Gran Salto Adelante, la línea pragmática se hizo con el control del poder en los primeros años sesenta, en la época que podría denominarse la “restauración moderada”, en la cual se recuperaron métodos moderados y ortodoxos: se fortaleció la planificación y el empleo de incentivos materiales; se redujo el carácter colectivista de las comunas; se aumentaron las inversiones en la agricultura, así como la producción de inputs (como fertilizantes y maquinaria) para la misma y los precios pagados a los agricultores por sus productos; y se potenciaron las industrias de bienes de consumo y otras. Gracias a la política realista y pragmática aplicada en la “restauración moderada”, China experimentó a partir de 1962 una sensible recuperación económica.

Para Mao, sin embargo, la “restauración moderada” significó tanto su apartamiento del centro del poder como un peligroso regreso hacia prácticas capitalistas. A partir de 1966, Mao y sus seguidores radicales lanzaron la Revolución Cultural, con la intención, según sus declaraciones, de evitar la restauración del capitalismo y neutralizar a los “seguidores del camino capitalista” que había en el partido. La Revolución Cultural fue otra gran catástrofe en la historia de China, acarreando la muerte de varios cientos de miles de personas y un enorme caudal de destrucción y desorden. La Revolución Cultural tuvo terribles efectos humanos. No hay un balance oficial sobre la cifra de víctimas, aunque sí se han ido conociendo estadísticas y estimaciones parciales. La acusación legal en el proceso contra la “banda de los cuatro” atribuyó a los miembros de ésta la persecución de 729.511 personas, de las que 34.800 morirían a causa de la misma. Del sesgo contra los intelectuales da idea el hecho de que entre los perseguidos por la banda hubo 2.600 personas vinculadas a los círculos literarios y artísticos, 142.000 cuadros y profesores del Ministerio de Educación y 53.000 científicos, todos ellos “falsamente acusados y perseguidos”, según la acusación. El periodista Fox Butterfield ha citado una información del Diario del Pueblo, según la cual unos cien millones de personas se vieron afectadas de una u otra forma por la Revolución Cultural. Butterfield cuenta que en una visita a la provincia de Fujian, el vicegobernador de la provincia le dijo que en el distrito rural en el que había trabajado en la época de la Revolución Cultural, alrededor de 1.700 personas habían muerto apaleadas o se habían suicidado.

Según una estimación de Li Zhengtien, una de las figuras del “movimiento de la democracia” de fines de los años setenta, en la provincia de Cantón hubo unas 40.000 muertes violentas, buena parte de ellas durante la supresión de los Guardias Rojos por el ejército en 1968. En fin, para el conjunto de la Revolución Cultural, la cifra de muertes violentas más corrientemente mencionada es la de 400.000. Millones de personas más fueron denunciadas, expulsadas de sus trabajos, humilladas en sesiones de crítica pública, enviadas forzosamente a vivir en el campo, encarceladas, torturadas… La Revolución Cultural dejó tras de sí un abrumador caudal de amargura y sufrimiento, sin el cual no se podría entender adecuadamente el porqué de la política de la reforma; en lo que concierne al conflicto de facciones entre maoístas y pragmáticos, significó el aplastamiento político de estos últimos, y en muchos casos su eliminación física.

Entre 1957 y 1976, por tanto, la historia de China estuvo marcada por el enfrentamiento entre las dos facciones, la maoísta y la pragmática. Entre 1957 y 1960, con el Gran Salto Adelante, el maoísmo fue la tendencia dominante. Los pragmáticos dominaron entre 1961 y 1965, los años de la “restauración moderada”. El período 1966-1969 fue el de la fase más aguda y violenta de la Revolución Cultural (que no terminaría oficialmente, según las autoridades chinas, hasta 1976), en la que Mao aplastó a sus rivales. Entre 1970 y 1976, éste siguió dominando el poder, pero ejerciendo una política más moderada (inducida en primer lugar por la agudización del enfrentamiento de China con la URSS).

A la muerte de Mao Zedong se suscitará un nuevo episodio de lucha entre facciones, aunque en esta ocasión el conflicto se resolvería con rapidez y con menor violencia que en épocas precedentes: dos décadas de lucha de facciones y campañas habían terminado dando a la facción pragmática una fuerza que resultó irresistible. La facción pragmática agrupaba para entonces una vasta y heterogénea mayoría de los militantes del partido, con unos denominadores comunes que actuaron como factores de cohesión en esos primeros momentos del posmaoísmo: la oposición a la “banda de los cuatro” y a su radicalismo izquierdista; el rechazo a lo que había significado la Revolución Cultural por los trastornos de todo tipo que había causado a China; el deseo de que se recuperara la normalidad, de que los problemas económicos fueran abordados con el realismo y la prioridad que merecían. En resumidas cuentas, la línea pragmática se apoyó en el tremendo cansancio que se había ido acumulando en la población durante veinte años de trastornos económicos y políticos, y contaba en su favor con el deseo de vivir en paz, de no vivir permanentemente bajo el riesgo de ser depurado o de caer en desgracia en virtud de cualquier acusación política arbitraria.

 

«A la muerte de Mao Zedong se suscitará un nuevo episodio de lucha entre facciones, aunque en esta ocasión el conflicto se resolvería con rapidez y con menor violencia que en épocas precedentes».

 

La política de reforma que China ha seguido desde 1978 se puede interpretar en términos de la dialéctica maoísmo/pragmatismo desencadenada desde fines de los años cincuenta. Con la política de la reforma, efectivamente, volvieron a controlar el poder los pragmáticos, tras aplastar a la facción que sé presentaba como la heredera del maoísmo radical, encarnada en la “banda de los cuatro”. Ahora bien, en 1978, las tácticas que defendían los pragmáticos no eran las mismas que las que habían defendido veinte años antes, sino que habían evolucionado en función de una serie de circunstancias. ¿Cuáles fueron las razones de esa evolución en la línea pragmática? ¿Por qué se pasó de la defensa de un modelo de economía socialista más o menos convencional a la defensa de unas reformas que implicaban un modelo de economía muy diferente, tendente hacia la economía de mercado? Varios motivos se pueden citar para explicar la transformación en los planteamientos de la línea pragmática. Durante las dos décadas anteriores se habían hecho evidentes cada vez con más fuerza las limitaciones de las economías socialistas. En relación con Europa del Este, ya desde los primeros años sesenta se había tomado conciencia de los graves problemas económicos que afectaban a los sistemas socialistas, y se especulaba sobre posibles reformas para mejorarlos.

El mundo capitalista ofrecía muestras incontestables de su mayor éxito en múltiples facetas de la actividad económica. La superioridad tecnológica y económica de Estados Unidos frente a la Unión Soviética, por ejemplo, ya no admitía las dudas que hubieran podido presentarse en los años cincuenta. En Europa, el contraste entre la prosperidad de los países occidentales y el fracaso económico de los países socialistas era una realidad que no se podía encubrir. En casi todos los sectores industriales, el mundo capitalista aventajaba con claridad al mundo socialista. Este era competitivo a nivel internacional básicamente en sólo dos tipos de actividad: las industrias de armamento y la carrera espacial, precisamente las dos actividades en las que no estaba sometido a la disciplina de la competencia internacional. En su contexto geográfico más próximo, China tenía en el despegue económico de países como Singapur, Hong Kong, Corea del Sur, Japón o Taiwan, una demostración de las posibilidades de las economías de mercado.

En resumen, la experiencia internacional era incuestionablemente favorable hacia los sistemas económicos en los que ejercen un papel preponderante las fuerzas de mercado. Tras la muerte de Mao, para los pragmáticos, que pasaron a ser llamados “reformistas”, era un hecho incontestable que, a pesar del desarrollo experimentado hasta entonces, China debía ser catalogada como un país pobre. Por otro lado, los reformistas se daban cuenta de que el mayor nivel económico y tecnológico se encontraba en los países del mundo capitalista industrializado. Si China quería acceder a la tecnología avanzada, tenía que abrirse, que relacionarse económicamente con estos países. Conciencia del atraso, necesidad de abrirse al mundo exterior, ventajas de las fuerzas de mercado: estos tres componentes configuraron una interpretación de la realidad económica que explica la evolución de la línea pragmática y su asunción de la nueva orientación que se va a plasmar en la política de reforma y apertura al exterior.

Desde la perspectiva de la dialéctica entre estas dos líneas, una maoísta o radical y la otra pragmática (“reformista” desde 1978), la herencia de Mao en la China de nuestros días se ha ido difuminando poco a poco. Desde 1978, al amparo de la política de la reforma, se ha dado la máxima prioridad a la modernización y al desarrollo económico, avanzándose hacia el establecimiento de una economía de mercado que ha supuesto el abandono de consignas igualitarias; se ha reducido sensiblemente el peso de la politización y de las campañas políticas; se ha favorecido el consumo y el nivel de vida de la población –que de hecho han crecido espectacularmente– ; y en política internacional se ha promovido un marco de relaciones pacífico y estable, en el que la cooperación económica ha sido un pilar fundamental. Todos estos desarrollos han ido ciertamente en contra de la política de radicalización, implantación acelerada del comunismo, continuas campañas de movilización, que Mao propugnó desde 1957 hasta su muerte en 1976; gracias a la reforma, el panorama de China ha cambiado esencial- mente en relación con los años sesenta y setenta, la China del Mao radical, que ha quedado prácticamente postergada (aunque no olvidada) a la memoria histórica.

 

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Pero la figura político-histórica de Mao no se limita al Mao de la etapa 1957-1976. Existe “otro” Mao, cronológicamente anterior, cuya figura se entremezcla con la gran revolución china del siglo XX, la revolución que culminó en la implantación de la República Popular China en 1949. Mao fue el gran líder del Partido Comunista que llevó a cabo esta revolución, con la que China terminó un largo período de crisis y decadencia, recuperando su unidad, rechazando las agresiones exteriores que venía sufriendo desde el siglo XIX, y convirtiéndose en una gran potencia temida y respetada en la comunidad internacional. Desde esta perspectiva, la herencia de Mao en la China actual sigue siendo muy destacada.

El Partido Comunista ha sido para China, en primer y fundamental lugar, la fuerza de vertebración político-social que le ha permitido superar su gran crisis de los siglos XIX y XX. Esta crisis tuvo dos elementos principales. En primer lugar, la desunión nacional, que se manifestó en la pérdida de poder por el gobierno central, las rebeliones interiores, el aumento de poder de los “señores de la guerra” que ejercían su dominio sobre áreas parciales de China. El segundo elemento (vinculado a la debilidad que se derivaba de la desunión nacional), fue la vulnerabilidad exterior, la incapacidad para contener las agresiones y los avances de otras potencias, para mantener la independencia y la soberanía de China. Desde el siglo pasado, la historia de China estuvo caracterizada por el desmembramiento, por la agresión y paulatina ocupación de parte del territorio nacional por potencias extranjeras, por las guerras civiles. El Partido Co- munista, creado en los años veinte, tuvo que superar condiciones tremendamente adversas, ejemplarizadas quizá mejor que en ningún otro hecho en la Larga Marcha. Poco a poco, mediante una prolongada lucha, logró ganarse, gracias en primer lugar a la abnegación y el sacrificio de sus militantes, el apoyo del pueblo chino. Tras la conquista del poder por el partido, con la fundación de la República Popular en 1949, se inauguró una nueva era para China, que recuperó su unidad y su soberanía nacional, liberándose de los sometimientos abusivos al exterior, y pasó a ser una gran potencia. El Partido Comunista fue pues la respuesta a una situación de crisis, de descomposición, de desarticulación, que China conocía desde principios del siglo XIX; y Mao fue, desde mediados de los años treinta, el primer dirigente del Partido Comunista, su líder indiscutible, y por tanto el responsable clave de la gran revolución que el partido protagonizó.

La revolución comunista que triunfó en China en 1949 fue una revolución profundamente nacionalista y arraigada en la cultura tradicional china. El comunismo chino incorporó ingredientes tradicionales de ésta, y en concreto de lo que constituye su médula desde hace muchos siglos: el confucianismo. Por otro lado, tomó del marxismo-leninismo fundamentalmente el segundo componente, el leninismo. El peso del marxismo, como ideología, como doctrina política, fue relativamente escaso; como alguien ha dicho, los comunistas chinos lo adoptaron porque formaba parte del “paquete”, pero nunca llegó a tener un calado muy hondo en la República Popular, como sí lo ha tenido el leninismo. Los comunistas chinos que conquistaron el poder en 1949 eran nacionalistas que querían recuperar la independencia nacional y regenerar su patria, y que encontraron en él leninismo una herramienta que les resultó útil para organizarse en su prolongada y difícil lucha por el poder y, una vez conquistado éste, para organizar un país de tanta complejidad —en primer lugar por su extensión geográfica y por el tamaño de su población— como es China. El propio Mao reconoció en diversas ocasiones la influencia de la cultura tradicional en el comunismo chino.

 

«El comunismo chino incorporó ingredientes tradicionales de ésta, y en concreto de lo que constituye su médula desde hace muchos siglos: el confucianismo».

 

En 1959, por ejemplo, dijo: “Hay ciertas cosas que no necesitan tener un estilo nacional, como los trenes, los aviones y los cañones. La política y el arte sí deberían tener un estilo nacional”. Algunos años más tarde, diría a otros camaradas del partido, para resaltar su vinculación con las raíces tradicionales de la cultura china: “Yo soy un filósofo nativo, vosotros sois filósofos extranjeros”. En 1964, aceptó un principio tradicional chino, el de “Sabiduría china para lo esencial, sabiduría occidental para la aplicación práctica”, añadiendo en 1965 que “no podemos adoptar el conocimiento occidental como lo sustancial. Podemos usar solamente la tecnología de Occidente”. En una perspectiva confuciana, la victoria comunista de 1949 puede ser contemplada como el triunfo de una fuerza política que empezó desde unas bases muy débiles, pero que poco a poco, gracias al ejemplo moral y al sacrificio de sus militantes, fue ganando el respeto y el apoyo de la población. El cargo de gobernante benévolo y supremo, que en la época imperial había sido ocupado por el emperador, y cuyo puesto había estado vacante durante los tiempos de crisis de la primera mitad del siglo XX, fue restablecido en la figura de Mao Zedong y, a partir de 1978, en la de Deng Xiaoping, mientras que los cuadros del Partido Comunista han desempeñado la función rectora que antes había correspondido a los mandarines.

En definitiva, Mao fundó, al frente del Partido Comunista, una República Popular que tenía una serie de rasgos “esenciales”: unificación del país; independencia exterior y defensa de la soberanía nacional; gobierno autoritario por una minoría encuadrada en el Partido Comunista y con un gobernante supremo en la cúspide del poder, etcétera, que siguen plenamente presentes en la China actual.

 

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En resumen, hay dos perspectivas para juzgar la figura de Mao, y lo que de él ha quedado en China. Una es la del Mao radical, izquierdista, impulsor de una línea política que llevó a China a una serie de campañas que trajeron al país desorden, hambre, sufrimiento, muertes, persecuciones. Desde esta perspectiva, poco es lo que ha quedado de herencia de Mao en la China de la reforma, en la China del presente, cuyo objetivo prioritario es la modernización económica a través del desarrollo de una economía de mercado y la integración en la economía internacional.

La otra perspectiva es la del Mao que dirigió la gran revolución que triunfó con la República Popular, una revolución nacionalista que unificó el país, acometió su desarrollo económico, lo transformó en una gran potencia internacional, estableció un sistema de gobierno autoritario que recogía las tradiciones políticas chinas… La herencia de este Mao no ha desaparecido, sino que forma parte de la configuración de la China de nuestros días.

Podría argumentarse que el sistema de economía de mercado que China está implantando supone una ruptura esencial respecto a la República Popular que fundó Mao. Pero el socialismo y la planificación no son elementos esenciales de aquélla; de hecho, ésta adoptó en sus primeros años de existencia un modelo soviético de desarrollo inspirado en la Unión Soviética (su principal fuente de ayuda). Después, a fines de los años cincuenta, se produjo el intento de establecer un modelo maoísta basado en la movilización política. Lo mismo que en períodos anteriores de la República Popular existieron dos tipos, distintos, de modelo económico, sin que cambiara su naturaleza esencial, con la política de reforma se ha pretendido implantar un modelo con un polo de referencia central en las fuerzas de mercado, un modelo que tampoco es incompatible con aquella.