Durante los años posteriores a la Segunda Guerra mundial, la humanidad inventó una nueva forma de guerra: la guerra “fría”. En esta guerra, los principales adversarios no se agredían directamente lanzándose bombas los unos a los otros, sino que emprendían guerras “calientes” con otros pueblos (en Vietnam y en Afganistán, por ejemplo). O bien, incitaban a otros pueblos a combatir entre ellos, abasteciéndoles de armamentos (tal es el caso de la guerra entre Irán e Irak). Sus relaciones se limitaban al intercambio de amenazas e imprecaciones, a la guerra ideológica y secreta, a la carrera de armamentos, y a las sanciones ideológicas y políticas.
La guerra fría enfrentaba a los países occidentales, por un lado, y a la Unión Soviética y sus satélites europeos por otro. Durante un largo período, el bloque soviético parecía dominar la contienda, pero posteriormente se produjo un giro en favor de Occidente. La guerra fría finalizó con la victoria del bloque occidental, quien, paradójicamente, atribuyó a los méritos de Gorbachov el fin de la misma. Sin embargo, se prefiere no decir en voz alta e inteligible que este mérito de Gorbachov residió justamente en reconocer y en acelerar la derrota de la Unión Soviética y de sus aliados. Al menos de momento, se hace un esfuerzo por no resaltar este aspecto tan poco halagador para los soviéticos y para sus dirigentes.
Una vez derrotados en la guerra fría, la Unión Soviética y sus satélites europeos atravesaron una crisis profunda y generalizada; la primera crisis específicamente comunista de la historia. En este sentido, quisiera llamar la atención al lector sobre el hecho de que esta crisis no es únicamente un fenómeno interno de la Unión Soviética, sino también un fenómeno internacional, que deriva no sólo de la crisis interna que padece la Unión Soviética, sino también…