POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 219

La guerra era circunstancia

Civil War de Alex Garland presenta la guerra como un decorado de caos, miserias, horror y violencia que nadie ha elegido.
Javier García Toni
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Había generado tanta expectación que era difícil verla sin las gafas de filtro informativo puestas. Civil War (2024), la nueva cinta de Alex Garland, presenta un Estados Unidos actual sumido en una guerra civil de la que ignoramos casi todo. Sabemos que California y Texas conforman una alianza rebelde, las “Fuerzas Occidentales”, que está a punto de tomar Washington DC y hacer caer al Gobierno. Sabemos también que hay otras fuerzas, nombradas casi de pasada: la Alianza de Florida y unos maoístas del norte, la New People’s Army. Sabemos que el presidente va por su tercer mandato, cuando solo podría haber cumplido dos, que disolvió el FBI y que ha bombardeado a sus conciudadanos. Pero no sabemos ni cuándo empezó la guerra, ni por qué, ni qué defiende cada uno de los bandos.

California es un Estado tradicionalmente demócrata y progresista, y Texas republicano y conservador. La elección es deliberada por parte del director y guionista, tanto para despojar de ideología a la rebelión como para ahorrarse los larguísimos análisis sobre quiénes son los malos –si la derecha o la izquierda– que por supuesto se ha ahorrado. Civil War nos presenta la guerra como un decorado para explorar el caos, las miserias, el horror y la violencia en un contexto que ninguno de los protagonistas –periodistas que se esfuerzan en recordarnos que ellos simplemente dan testimonio de lo que otros hacen– ha elegido, pero que marca y cambia inevitablemente sus vidas.

Acompañamos a la joven Cailee Spaeny en su viaje hacia la madurez mientras, por el camino, vamos perdiendo las anclas con el mundo de ayer. En una de las mejores escenas de la película, un duelo de francotiradores, entendemos la crudeza de lo que se nos presenta. Es irrelevante saber con quién combate cada uno, qué defiende o de quién recibe órdenes. Es irrelevante contestar las preguntas que hace el periodista, tan espectador como nosotros. Simplemente hay un rifle enfrente que te puede matar si no matas antes a quien lo sostiene. Esa realidad descarnada, de supervivencia y horror, es la advertencia que subyace tras los estupendos 109 minutos de metraje.

No solo es que pueda pasar, es que en la película está pasando, pese a la mirada llena de resignación y tristeza ante un mundo derrumbado y los esfuerzos de la fotógrafa –Kirsten Dunst– tras sus largos años como corresponsal de guerra. Da igual por qué pasa. Da tan igual que el espectador ni lo sabe ni, parece, lo necesita saber, por mucho que nos pique la curiosidad. La película funciona por eso, porque renuncia a la moralización y al dogma, y se configura como un alegato antibelicista a través de unos personajes resignados involuntariamente a lo grotesco.

Este año hay elecciones en Estados Unidos. Más que una advertencia sobre lo que podría ocurrir, el largometraje obliga a pensar en lo que ya está teniendo lugar. La primera potencia mundial es hoy un país fracturado, sumido en espirales de odio, violento y políticamente roto. Las brechas sociales se agrandan y los muros entre compatriotas, lejos de caer, siguen en aumento. El problema es la inercia, lo que apunta la tendencia. El extremismo ya no es anecdótico ni residual, ahora es mainstream. La deslegitimación del contrario, la intolerancia y el nulo respeto institucional de repente son la norma. Se puede seguir igual, aunque se terminen fotografiando realidades monstruosas. También se puede elegir, y se entiende que de eso habla la película, sea o no el caso. Porque tiempo hay, oportunidades también, pero faltan voces, acciones y votos que no destruyan el mejor de los presentes que ha conocido el ser humano a lo largo de su historia.