La invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero provocó una onda expansiva en los mercados internacionales energéticos y agrícolas, debido al peso de estos dos países en sectores estratégicos. Juntas, Rusia y Ucrania representan un tercio de la exportación mundial de trigo, el 80% de la de aceite de girasol y el 20% de la de cebada y maíz. Según la FAO, los precios de los alimentos alcanzaron en marzo de 2022 los «mayores niveles jamás registrados», con un incremento en un año de más del 70% en el caso de los cereales y oleaginosas. Hay que tener en cuenta que la pandemia de Covid-19 ya había provocado una inflación considerable del precio de las materias primas agrícolas en 2020 y 2021. Asimismo, el conflicto ucraniano y la pandemia llegan acompañados de cambios climáticos pronunciados, que afectan a los agricultores de todo el mundo. Mientras la demografía continúa su progresión y alimentarse sigue siendo la base de la seguridad humana, se pone a prueba la resiliencia agrícola. En el Mediterráneo, donde se concentra toda la inestabilidad desde hace tiempo, los problemas alimentarios van a más, con el riesgo de volver a adquirir dimensiones geopolíticas.
Una hiperdependencia del cereal del mar Negro
Aunque la región del Norte de África y Oriente Medio (MENA) solo representa el 4% de la población mundial, concentra el 30% de la compra mundial de trigo, la mitad del cual procede de Ucrania y de Rusia. Por ejemplo, Rusia y Ucrania juntas suponen el 80% de las importaciones de trigo de Turquía y de Líbano, cerca del 75% de las de Libia, el 40% en el caso de Arabia Saudí y casi el 50% en el de Túnez. El mayor importador de trigo del mundo es el más dependiente del mar Negro: Egipto. La tierra de los faraones ha importado un total de 210 millones de toneladas de trigo desde principios de este siglo, el 80% procedente de las orillas del mar Negro.
La escasez de agua y tierra, el crecimiento demográfico y la aceleración de los cambios climáticos se superponen en esta región y explican su dependencia creciente de los cereales importados. Hoy, una de cada dos calorías consumidas en la región procede del exterior y, a juzgar por los fenómenos meteorológicos extremos, esta dependencia no hará sino acentuarse. La dependencia de los países árabes también tiene que ver con factores relativos al precio, las características del trigo y la evolución de la dieta. A raíz de las tradiciones culinarias y de los escasos ingresos de una parte de los consumidores, el trigo, con el pan, es el alimento base de las sociedades mediterráneas. La región consume las mayores cantidades de pan del mundo. Egipto va en cabeza, con un consumo por habitante de 150 a 180 kg anuales, es decir, más del doble de la media mundial. Por muchas que sean las variedades de pan coexistentes en el mundo árabe, se trata de países que comparten la presencia del pan en cada comida y la dimensión simbólica que se le atribuye. En árabe coloquial, principalmente en Egipto y en Oriente Medio, la palabra aish designa tanto el pan como la vida.
La omnipresencia del trigo en las dietas mediterráneas, cuando la región sufre un déficit estructural de este cereal, lo convierte en algo valioso y estratégico para su seguridad alimentaria. Moscú ha entendido muy bien el carácter estratégico del trigo y lo ha aprovechado para afianzar su influencia en la región. A principios de siglo, al desplegar sus exportaciones de trigo, Rusia se enfocó principalmente en los países norteafricanos y de Oriente Medio, a sabiendas de que esos países no quieren seguir dependiendo de Estados Unidos ni de las potencias europeas. Este despliegue pasó por la aceleración de su producción de trigo, pero también por la financiación y la construcción de silos de almacenamiento e infraestructuras portuarias. Por ejemplo, al financiar la construcción de ocho silos en Egipto, Rusia dejó constancia de su deseo de convertir a su socio africano en una importante plataforma cerealista dirigida al resto del continente.
Los primeros efectos de la crisis y de situaciones dispares
Además de perjudicar el cultivo y la cosecha de trigo en Ucrania, la invasión rusa perturba su exportación. El embargo a las exportaciones del gobierno ucraniano aplicado a sus cereales para preservar la seguridad alimentaria nacional, así como el cierre de los puertos del mar Negro bajo bloqueo ruso, imposibilitan vender cereales ucranianos al exterior. No obstante, en el país quedaban 15 millones de toneladas de maíz, seis millones de toneladas de trigo y dos millones de toneladas de oleaginosas para exportar.
En cuanto a Rusia, las exportaciones se frenaron al principio de la invasión, pero se reanudaron a partir de marzo, lo que tranquilizó a sus grandes clientes: Siria, Egipto, Turquía e Irán. Pese a ello, los países importadores se exponen a que les cueste cada vez más adquirir cereales en Rusia, por las dificultades a la hora de transferir fondos a las empresas rusas y de asegurar sus buques. Y, al igual que el resto de Oriente Medio, esos países no se libran del alza de los precios mundiales. Y es que, con la ausencia de la producción de cereales de Ucrania en los mercados internacionales y las sanciones aplicadas a Moscú, los precios del trigo han aumentado entre 100 y 150 dólares la tonelada desde que estalló la guerra. La subida ha alcanzado récords absolutos y se enmarca en un contexto donde los precios ya estaban al máximo, debido a las alteraciones en la cadena de suministro de alimentos causadas por la pandemia.
En una situación donde la inseguridad alimentaria moderada o grave afecta ya a uno de cada tres habitantes del mundo árabe, es importante considerar la región MENA en toda su pluralidad para comprender los distintos retos. En la parte más árida, los países árabes del Golfo, donde cerca del 80% de las necesidades alimentarias se cubren mediante importaciones, parecen estar a salvo de las repercusiones alimentarias de la crisis en Ucrania. Con unas poblaciones más reducidas y una mayor renta per cápita, estos países deben su seguridad alimentaria a sólidas inversiones en el sector agrícola, en respuesta a varias amenazas para su seguridad alimentaria, como la pandemia de Covid-19. De este modo, incrementaron sus capacidades de almacenamiento y diversificaron sus proveedores, como Arabia Saudí, que hoy cuenta con la más importante capacidad de almacenaje de trigo de Oriente Medio: más de 3,3 millones de toneladas. Además, aun dependiendo en gran medida de las importaciones de trigo, los países del Golfo pueden compensar el coste elevado de las importaciones con el aumento de los ingresos procedentes de la venta de hidrocarburos.
Los países que no disponen del relevo brindado por el maná presupuestario de las ventas de gas y de petróleo pueden considerarse los más vulnerables de la región frente al incremento de los precios del trigo. Países como Líbano, Siria, Yemen y Palestina, ya profundamente afectados por la inflación y las crisis humanitarias, son los más frágiles. Las organizaciones humanitarias advirtieron de que el incremento de los precios del producto base y los recortes en los presupuestos para la ayuda podrían conllevar menos comida para los refugiados y las víctimas de conflictos. En la actualidad, 12,4 millones de sirios se encuentran en situación de inseguridad alimentaria, es decir, 4,5 millones más que el año anterior. La población siria empobrecida por 11 años de guerra no puede soportar esa escalada de precios. Por su parte, Líbano sufre desde hace más de dos años y medio una crisis económica y financiera, por lo que la población ya se ha visto obligada a reducir drásticamente su consumo de carne roja, así como de fruta y verdura. Desde la explosión del puerto de Beirut en 2020, que destruyó los grandes silos de la capital, al país solo le quedan reservas de trigo para un mes y medio. Si el pan se convierte en producto de lujo, ¿qué van a comer?
Las consecuencias económicas de la crisis ucraniana en el Norte de África y Oriente Medio no se detienen en la cuestión agrícola. Los países poco dependientes de Ucrania o de Rusia para sus importaciones agrícolas, como Argelia y Marruecos, ven también aumentar los precios de los productos alimenticios, a raíz de una alza de los precios de los carburantes y de una reducción en la oferta de fertilizantes. En 2021, Rusia era el primer exportador de urea, así como el segundo de potasa y de amoníaco, componentes necesarios para fabricar fertilizante a base de nitrógeno. Con unos precios de los fertilizantes doblados desde el verano de 2021, la dificultad de acceso a estos insumos agrícolas, indispensables para el rendimiento de las explotaciones, se intensifica, con el consiguiente riesgo de que las cosechas futuras pierdan volumen y calidad. Egipto, Túnez y Marruecos tienen recursos con que fabricar fertilizantes: es una garantía para su agricultura, pero también pueden ser bazas estratégicas y económicas valorizables en un contexto donde los países de la UE, importadores de fertilizantes, deben prescindir de las fuentes rusas.
Contraste de respuestas y tensiones en el horizonte
Las respuestas de los gobiernos de los países del Norte de África y de Oriente Medio varían según su margen de maniobra presupuestario y la situación socioeconómica en que se hallaban antes de la guerra. El gobierno sirio, al no estar en condiciones de mantener económicamente a su población, se vio obligado a racionar los alimentos básicos, como el trigo y el aceite de girasol, y a llevar a cabo repartos alimentarios arbitrarios. El iraquí, al disponer de algunos fondos más, instauró medidas de reparto de comida entre los más pobres y un subsidio mensual de aproximadamente 70 dólares para los jubilados y los funcionarios en situación más precaria. Países como Libia fijan un precio único para el trigo, mientras que otros, como Egipto, decidieron garantizar la subvención del pan. En Egipto, esas subvenciones corresponden a cerca de dos tercios de la ciudadanía, esto es, más de 70 millones de habitantes, y representan un coste medio de 2.000 a 3.000 mil millones de euros anuales. Asimismo, el presidente egipcio, Abdelfatah al Sisi, ha puesto tope al precio del pan de las panaderías no subvencionadas, puesto que estas los habían doblado entre el arranque del conflicto y mediados de marzo. Otra estrategia de las administraciones árabes es la diversificación de las fuentes de abastecimiento de trigo. Al final, no obstante, frente a una inflación desmesurada, varios países han tenido que retirar sus licitaciones para la compra de trigo. Los países se demoran en adquirir trigo y llega a faltarles. En la ciudad de Cairuán, situada en el Norte de Túnez, el primer día del ramadán 17 panaderías cerraron debido a la escasez de harina y sémola. Frente a la falta de trigo, Túnez se vio obligada a adquirir en abril 125.000 toneladas de trigo blando, ¡a 500 dólares la tonelada!
Todas estas medidas son económicamente poco sostenibles, puesto que no hacen sino agravar los desequilibrios presupuestarios de estos países. Ahora bien, desde el punto de vista sociopolítico, son indispensables para que el máximo de ciudadanos tenga acceso al pan y aplacar las tensiones. Asimismo, estas medidas pretenden ser la prueba de que los poderes públicos han abordado el problema. El presidente tunecino, Kais Said, por ejemplo, está enzarzado en una verdadera batalla pública contra la especulación alimentaria. La respuesta penal a los especuladores se ha visto reforzada, con hasta 30 años de cárcel por participar en un cartel de especuladores. El Ministerio de Comercio tunecino publica regularmente en las redes sociales las incautaciones de paquetes de pasta, de cuscús y de sacos de harina a «especuladores». Con un stock de cereales limitado y unos precios que no dejan de hincharse, los gobiernos buscan apaciguar las tensiones ganando tiempo y desviando la atención de la ciudadanía que pasa hambre.
Históricamente, las subidas de precio de los productos alimentarios han avivado los conflictos sociales en la región y recuerdan a las «revueltas del pan» en Egipto (1977), Túnez (1983) y la crisis alimentaria de 2007-2008, que provocó las revueltas del hambre. Las manifestaciones populares contra el precio del pan y su falta progresiva son ya muestra de un incremento de la tensión en la región. A principios de marzo, unas 500 personas salieron a las calles de Nasiriyah, en el Sur de Irak, para protestar por la inflación alimentaria. En Uled Haffuz, Túnez, unos ciudadanos atacaron un camión y se llevaron grandes cantidades de sémola y harina. A principios de mayo, cientos de personas salieron a las calles de varias localidades de Irán para manifestarse en contra de los precios disparados de los alimentos.
¿Son de temer nuevas manifestaciones contra esta vida encarecida y una desestabilización a gran escala de la región MENA? No olvidemos que la ira es multidimensional y que las tensiones que hoy vive la región MENA ya llevaban dos años despiertas. La historia nos ha enseñado que, cuando un pueblo tiene hambre y ya acumula desigualdades, se rebela. Al interactuar con dinámicas locales concretas y factores de presión ya existentes (poder adquisitivo reducido por la pandemia, libertad restringida, escasez de recursos…), la inseguridad alimentaria provocada por la crisis en Ucrania puede llegar a ser el detonante de disturbios sociales e incluso de guerras.
Desafíos a medio y largo plazo
La preocupación por la seguridad alimentaria en esta región es elevada, como ponen de manifiesto las numerosas declaraciones del secretario general de la ONU, António Guterres, quien ha hablado de un riesgo «de hundimiento del sistema de alimentación mundial». De todos modos, es demasiado pronto para medir el efecto total del conflicto ruso-ucraniano en el Norte de África y en Oriente Medio. La incógnita alimentaria es notable: por un lado, persiste la contienda en Ucrania y sus efectos en cascada que complican recolectar las futuras cosechas; por otro, están los efectos en los países productores de trigo internacionales y de la región MENA. A diferencia de Egipto o de Túnez, Marruecos tiene poca dependencia de Ucrania y de Rusia. No obstante, hoy el país se enfrenta a su peor sequía en tres décadas y teme que sus cosechas sean un 70% menores que las de la última campaña. Así que es posible que Marruecos deba aprovisionarse más en los mercados internacionales, al igual que otros países del mundo enfrentados a choques productivos causados por el clima.
A corto plazo, los países más vulnerables necesitan ayuda financiera para proveerse de alimentos. Algunos gobiernos y organizaciones promueven la solidaridad para amortiguar los choques, garantizar el suministro de alimentos en estos países y evitar revueltas sociales que añadirían más inestabilidad a la ya existente. Catar, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos se han comprometido a aportar hasta 22.000 millones de dólares, en forma de depósitos e inversiones, para ayudar a Egipto a hacer frente a los efectos de la guerra en Ucrania. Con esta ayuda, los países del Golfo pretenden evitar una rebelión en Egipto que pudiese servir de ejemplo y escamparse por toda la región, del Norte de África a Oriente Medio. En cuanto a Europa, el presidente francés, Emmanuel Macron, anunció el 24 de marzo la voluntad de su país de poner en marcha la Food and Agriculture Resilience Mission (FARM), en el marco de la presidencia francesa del Consejo de la Unión Europea. Su finalidad es aportar respuestas a corto y medio plazo ante las consecuencias agrícolas y alimentarias que se suceden en el mundo con la guerra de Ucrania. La Comisión Europea se pone en marcha para adaptar sus políticas agrícolas en consecuencia, pero también para proponer soluciones logísticas que permitan transportar las producciones ucranianas por tierra al Oeste del continente, en vista del tenaz bloqueo del mar Negro, donde normalmente circulan el 95% de las exportaciones de cereales y oleaginosas de Ucrania. En este sentido, conviene estar atentos a las negociaciones en curso, auspiciadas por Naciones Unidas y Turquía, para tratar de dar con soluciones de compromiso entre las partes en conflicto. Por el momento, ni rusos ni ucranianos quieren ceder en sus posiciones.
Más allá de los dramas que se viven en Ucrania, cuanto más tiempo pasa, más problemas provoca esta guerra en el Norte del mar Negro para la seguridad alimentaria mundial, empezando por la del Mediterráneo meridional. A corto plazo, los riesgos son reales. Interesa, por consiguiente, retomar las perspectivas ya definidas hace unos años en temas agrícolas y alimentarios: la cooperación, la solidaridad y la complementariedad pueden constituir soluciones para reducir las vulnerabilidades en el Mediterráneo. Todos los países de la región están enzarzados en una doble batalla dentro de sus fronteras: la climática, para adaptarse a condiciones cada vez más limitadoras y reducir la huella humana en los ecosistemas naturales; y la productiva, para alimentar a una población numerosa, con regularidad y accesibilidad para todos. Los países mediterráneos no pueden librar esas batallas de forma unilateral, teniendo en cuenta la complejidad de los desafíos. Unirse para cambiar y asociarse para no perder fuerza es el único camino responsable en este Mediterráneo más geopolítico que nunca./