En la foto, Bill Clinton, Boris Yeltsin y Leonid Kuchma superponían sus manos en una torre achaparrada de confiada satisfacción. Era el 5 de diciembre de 1994 y acababan de firmar el Memorándum de Budapest, por el cual Ucrania accedía a transferir a Rusia el arsenal nuclear heredado de la Unión Soviética.
A pesar de la autocomplacencia que irradiaba el rostro de Yeltsin, lo cierto es que aquella escena constituía el primer acto de una ofensiva diplomática estadounidense que tenía por objeto fomentar el acercamiento de Ucrania a la órbita occidental –en concreto, a las filas de la OTAN–, resultado de lo que se percibía como una clara decadencia de Rusia en las relaciones internacionales.
El punto de inflexión habían sido los vanos intentos de Moscú por impedir que la OTAN interviniera en la guerra de Bosnia. Sucedió en abril de 1994 sobre el cerco de Sarajevo –ocho meses antes del Memorándum de Budapest– y continuó más adelante, con la Alianza proporcionando armas e instrucción a las fuerzas croatas, en forma de guerra subsidiaria, dando pie, en agosto de 1995, a la conocida Operación Tormenta. Se trataba de la primera implicación abierta de la OTAN en una guerra. Hubo errores de cálculo iniciales –las fuerzas serbias de Bosnia torearon la estrategia de la Alianza con la ofensiva sobre Gorazde en la primavera de 1994–, pero la organización salió reforzada como gendarme necesario en las inesperadas tormentas de la posguerra fría.
Fue el gran momento de Estados Unidos tras el final de la contienda con la URSS. Los vencedores habían logrado cauterizar las heridas que había producido, en Europa del Este, la caída del muro de Berlín. En 1995, los Acuerdos de Dayton –un espectacular ejercicio de “diplomacia competitiva”– parecían terminar con el matadero bosnio, sellando las grietas producidas por la…