Más de medio año tras la elección de Donald Trump va disminuyendo el temor que produjo, y comienzan a asomar sus ribetes cómicos. Empezamos a atisbar un patrón de su conducta: prima el narcisismo; le obsesiona ser siempre el centro de la atención pública y, si no lo consigue por las buenas, lo logra con el escándalo de sus tuiteos que le sirven además como telón para encubrir sus fallos. En último término, cuando se encuentra en un aprieto, por ejemplo, por las sospechosas relaciones con los rusos, se escuda acusando a los demócratas y atizando el odio contra Hillary Clinton que logró despertar y que tanto cundió entre sus partidarios. En lugar de ocuparse en implementar sus promesas electorales se empeña en gozar del delirante aplauso de sus partidarios en asambleas populares, como si no hubiese terminado su campaña electoral.
Este narcisismo, que manifiesta una tremenda inseguridad personal, ha sido aprovechado por algunos líderes extranjeros: el japonés Shinzo Abe se apresuró a venir a festejarlo después de su inauguración presidencial; el chino Xi Jinping supo hacerlo con refinadas zalemas chinas; los polacos reunieron a una nutrida audiencia de clacs para escuchar su discurso en Varsovia. Después vino la acogida del presidente francés, Emmanuel Macron, que quizá pueda lograr lo indecible tras haberlo abrumado con las brillantes ceremonias del día de la Bastilla.
Hay que destacar que la sociedad ha sabido recurrir a la Constitución y sus enmiendas para limitar, frenar e incluso vencer los embates que Trump pretende hacer triunfar contra la integridad de la justicia, los medios de comunicación e incluso la efectividad de la administración. Queda mucho trecho por ver, pues están pendientes cuestiones fundamentales como la reforma fiscal, el nuevo presupuesto y la pretendida derogación del Obamacare, el seguro médico universal que introdujeron los demócratas en…