La gran dinastía del engaño americano
En enero de 1996, en un lujoso hotel de Phoenix con tres campos de golf, decorado con motivos de los pueblos nativos americanos, Purdue Pharma, una empresa farmacéutica de tamaño medio, reunió a todos sus comerciales para presentarles su nuevo medicamento. Durante mucho tiempo, Purdue había fabricado productos poco glamurosos pero con bastante éxito: el antiséptico Betadine, laxantes, o Cerumenex, un producto para eliminar la cera de los oídos. Pero bajo la dirección de Richard Sackler, el heredero, la farmacéutica se había dedicado a investigar medicamentos contra el dolor y ese día iba a presentar el que creía iba a ser un éxito monumental: los comprimidos OxyContin.
Sackler había dado instrucciones a sus comerciales para que fueran muy agresivos promocionando el medicamento entre los médicos que debían recetarlo. Durante años, había establecido relaciones con doctores que promovían la idea de que paliar el dolor –fuera este producido por el estado terminal de un cáncer o, simplemente, por enfermedades crónicas o malas posturas– era el reto más importante al que se enfrentaba la medicina estadounidense. Lo cierto es que cada vez más pacientes afirmaban vivir atormentados por dolores de espalda o de las articulaciones. Muchos de estos médicos, a los que Purdue daba dinero, invitaba a conferencias y les publicaba estudios en las revistas de la empresa, afirmaban que OxyContin, un opiáceo, no era adictivo ni tenía efectos secundarios, gracias a una novedosa fórmula por la que los comprimidos liberaban su principio activo lentamente en la sangre, en lugar de hacerlo de golpe. Ese era el mensaje que los comerciales debían transmitir a los médicos, sobre todo a los que no sabían demasiado sobre el tratamiento del dolor, su primer objetivo comercial, de acuerdo con el agresivo plan de Sackler. Pero había otro mensaje: que OxyContin funcionaba. Lo cual era cierto. Eliminaba el dolor y permitía a los enfermos terminales sufrir menos o, simplemente, que los abuelos con problemas de espalda volvieran a coger en brazos a sus nietos o dormir toda la noche sin despertar.
«OxyContin, un opiáceo, se publicitaba como un medicamento que no era adictivo ni tenía efectos secundarios, gracias a una novedosa fórmula que liberaba su principio activo lentamente en la sangre»
El éxito fue inmediato. Parecía que la demanda de un producto así era infinita. A los pocos meses, empezaron a llegar a la sede de Purdue cartas de agradecimiento de pacientes que habían recuperado su vida. En 1999, Purdue vendió cajas de OxyContin por más de 600 millones de dólares. En 2000 superó los 1.000 millones. Con el tiempo, llegó a generar 35.000 millones en ingresos. Años más tarde, esos comerciales reunidos para su lanzamiento se estaban haciendo ricos: muchos recibían bonos anuales de 250.000 dólares por sus ventas, superiores a las de Viagra. En 2001, la empresa se gastó 40 millones en bonos para sus vendedores. Si las ventas no aumentaban se debía a que las fábricas de la empresa no eran capaces de producir más comprimidos porque, efectivamente, la demanda era infinita.
Solo había un problema: el marketing de OxyContin se basaba en una gran mentira, que no era adictivo. Lo era como lo son todos los opiáceos. En apenas una década, las recetas de estos, de los que OxyContin era el más vendido, se multiplicaron por tres. Los pacientes que dejaban de tomarlo tenían síndrome de abstinencia. Entre 1999 y 2016, murieron en Estados Unidos alrededor de medio millón de personas por sobredosis de OxyContin y de otros medicamentos aparecidos después que lo imitaban. Muchos pacientes que dejaban de tener acceso al medicamento por falta de dinero, o porque los médicos no querían seguir recetándoselo, se pasaban a la heroína o el fentanilo en el mercado ilegal. Fue la peor epidemia de droga experimentada en el país. Y en gran medida, fue a causa de una campaña de marketing llena de mentiras.
Un escándalo empresarial
Todo esto lo cuenta un libro brillante y estremecedor, El imperio del dolor, del estadounidense Patrick Radden Keefe, periodista de la revista estadounidense The New Yorker y autor también de otro superéxito de no ficción, No digas nada, sobre los años de terrorismo y violencia en Irlanda del Norte. Pero El imperio del dolor no es solo una reconstrucción de este escándalo empresarial y la consiguiente tragedia sanitaria sino, como dice su subtítulo, la historia de la familia que estuvo tras ella. Los Sackler, una saga de médicos descendientes de una familia humilde golpeada por el crac de 1929, que demostró una extraordinaria capacidad para transformar y corromper la industria farmacéutica estadounidense durante más de medio siglo, se convirtieron en millonarios mucho antes del éxito de OxyContin y se hicieron un nombre con su generosísima tarea filantrópica, que financiaba museos, universidades y las instituciones culturales más respetadas de Estados Unidos.
Arthur Sackler, nacido en 1913, fue el mayor de tres hermanos fundadores de negocios farmacéuticos, también su líder y una persona de talento extraordinario al servicio, en ocasiones, de fines turbios. Los tres eran médicos, los tres decidieron reformar el sistema de cuidados psiquiátricos de la ciudad de Nueva York, que consideraban inhumano y cuyos métodos toscos y muchas veces violentos les horrorizaban.
«Arthur Sackler fundó una revista médica que publicaba anuncios ideados por su agencia y artículos que reseñaban positivamente los medicamentos promocionados en esos anuncios, escritos por médicos que cobraban de sus empresas»
Pero, además, Arthur empezó a redactar eslóganes publicitarios para una agencia que promocionaba medicamentos y que acabaría adquiriendo, y a participar en otros negocios en los que mostraba una tremenda indiferencia hacia los conflictos de interés. Fundó una revista de información médica donde se publicaban anuncios ideados por su propia agencia, artículos que reseñaban positivamente los medicamentos promocionados en esos anuncios y escritos por médicos que cobraban de las empresas de los Sackler, y más adelante artículos sobre los medicamentos de la empresa farmacéutica familiar. El caso más clamoroso de estos conflictos de intereses –que las agencias reguladoras estadounidenses no investigaron, en parte, por el talento de Sackler para pasar desapercibido, pero también porque compraba a sus responsables con trabajos, publicaciones y dinero– fue el de Valium.
El caso de Valium
La agencia de Sackler fue la encargada de diseñar la campaña de promoción, que lo presentaba como un medicamento para casi todos los males: la “tensión psíquica”, los espasmos musculares, las lesiones deportivas. Un anuncio de su agencia mostraba a la consumidora ideal: una mujer de 35 años, soltera y psiconeurótica. Pero Valium también servía para “el ama de casa exhausta, la mujer profesional que ha perdido la alegría y la bruja menopáusica”. Sackler cobraba una comisión por las ventas –el modelo de bonos que luego implantaría su sobrino Richard en Purdue– y el medicamento hizo inmensamente ricos a los tres hermanos. El problema radicaba en que la campaña publicitaria del producto se había basado, además de en una caricatura de la mujer del momento y una exageración de su utilidad en pacientes muy distintos, en que no era un producto adictivo. A pesar de que el fabricante “había informado a los médicos y los reguladores de que se podía recetar el medicamento sin miedo al consumo excesivo, porque a diferencia de los barbitúricos esos tranquilizantes no eran adictivos”, en realidad, dice Keefe, la empresa no realizó un solo estudio que analizara si generaba adicción.
«La campaña publicitaria del producto se había basado en que no era adictivo»
Sackler lo promocionó con todos los recursos a su disposición y siempre negó que creara dependencia. Su estrategia, y más tarde la de sus descendientes con OxyContin, fue desacreditar a quienes se enganchaban, al afirmar que tenían una naturaleza adictiva, que eran alcohólicos o que el síndrome de abstinencia que sentían era en realidad la prueba de que su malestar no había desaparecido y debían seguir tomando Valium.
Con esa fortuna, Arthur y sus hermanos se convirtieron en playboys con amantes y esposas jóvenes, en coleccionistas de arte chino antiguo, en viajeros por Europa y, gracias a sus importantes donaciones, su creciente actividad farmacéutica y el marketing médico, en personajes sociales agasajados por los políticos y unos responsables de instituciones que esperaban sus donaciones y estaban dispuestos a dar el nombre de la familia Sackler a nuevas salas de exposición, laboratorios de investigación o edificios enteros. Pero para los Sackler “la filantropía no era caridad”, dice Keefe, sino “un negocio” que permitía exaltar el apellido familiar, mientras Arthur y sus hermanos se desligaban públicamente de los efectos de los medicamentos que promocionaban o, más tarde, en el caso de la segunda generación al mando de Purdue, que fabricaban.
El imperio del dolor es una obra monumental que forma parte de la tradición estadounidense sobre biografías de grandes sagas de millonarios bigger than life pero también es una denuncia periodística de un escándalo sanitario. Lo mejor del libro, además de su agilidad narrativa y su buen ojo para detalles como las preferencias artísticas de Arthur o su extraña psicología, que le hacía querer pasar desapercibido y al mismo tiempo dejar un legado para la posteridad, es que ese escándalo se entiende mucho mejor en el contexto de la historia familiar. Una historia que a su modo lo es también del predominio del dinero en la cultura y la política estadounidenses, los fallos regulatorios de unas instituciones ineficientes y el triunfo del engaño y las medias verdades.