No es extraño que la visión que de un país tienen sus habitantes difiera de la percepción desde el exterior. Sin embargo, pocas veces la brecha es tan grande como en el Túnez actual. Entre medios de comunicación y think tanks extranjeros predomina el optimismo respecto al futuro tunecino. El pequeño país magrebí es presentado como la única historia de éxito de la Primavera Árabe, de la que ya fue inspiración inicial, sin profundizar demasiado en sus problemas actuales. En cambio, el estado de ánimo de los tunecinos es más bien sombrío, e incluso un editorial de uno de sus periódicos más influyentes, La Presse de Tunisie, no dudaba en hablar de “depresión colectiva”. Como suele suceder, la realidad se halla entre los dos extremos.
Los logros conseguidos en Túnez durante el periodo posrevolucionario son bien conocidos, realzados a finales de 2015 con la concesión del premio Nobel de la Paz al Cuarteto Nacional del Diálogo, integrado por las más influyentes organizaciones de la sociedad civil del país. En estos cinco últimos años, en Túnez se han celebrado tres procesos electorales libres y transparentes –dos legislativos y uno presidencial–, se ha aprobado una Constitución democrática por consenso, y se ha producido un pacífico traspaso de poderes del gobierno al principal partido de la oposición tras su victoria en las urnas. Además, el respeto a las libertades de expresión y asociación ha alcanzado un nivel inédito, e incluso el Parlamento ha creado una comisión de la verdad para investigar los crímenes de la dictadura, siguiendo un modelo de justicia transicional.
No obstante, Túnez se enfrenta a enormes desafíos que pueden poner en peligro su tránsito hacia una democracia robusta. Tres son los principales: la capacidad de desestabilización del terrorismo yihadista, básicamente a manos del autodenominado Estado Islámico (EI), un elevado paro…