La exégesis de esta obra requiere conocer antes a su autor. Marc Bloch (1886-1944) fue profesor de Historia en las universidades de Estrasburgo, la Sorbona y Montpellier. Se doctoró en historia por la Sorbona con la tesis “Reyes y esclavos, un capítulo de la historia de los Capetos” (1920); ganó la cátedra de Historia Económica de la Sorbona en 1937 y participó en la fundación de los Annales d’Histoire Économique et Sociale (1929). En octubre de 1940 fue excluido de la función pública por el gobierno de Vichy, aunque se le rehabilitó poco después “por los servicios científicos excepcionales prestados a Francia”.
Académico comprometido, Bloch contribuyó a la renovación de los estudios de la historia desde la perspectiva de las mentalidades, encabezada por Arnold Toynbee, la antropología, la sociedad y la economía, así como el estudio comparado. Se consideró discípulo de Henri Pirenne. Entre sus obras destacan: Los reyes taumaturgos (1924), La historia rural de Francia: caracteres originales (1931), La sociedad feudal (1939-40), Introducción a la historia (1949).
En agosto de 1914 fue movilizado como sargento de infantería. Terminó la Primera Guerra mundial como capitán. En 1939 se presentó voluntario en la movilización general, pese a que estaba dispensado de todo servicio (tenía 55 años y seis hijos). En la primavera de 1940 sirvió en el Estado Mayor del primer ejército, que fue destruido por la ofensiva alemana sobre Bélgica. Pasó a Gran Bretaña y volvió a Francia para el reagrupamiento del ejército del norte en la región de Normandía. Después del armisticio de 24 de junio de 1940 se trasladó a la Francia no ocupada. En Montpellier se unió a la resistencia. En 1943 pasó a la clandestinidad. El 8 de marzo de 1944 fue detenido por la Gestapo y fusilado el 16 de junio. Existe una biografía publicada en Estados Unidos por Carole Fink en 1989, titulada Marc Bloch: A life in history.
La extraña derrota
Marc Bloch
Barcelona: Crítica, 2002
El manuscrito de la obra aquí reseñada –redactada entre julio y septiembre de 1940– pasó por vicisitudes (detalladas en el prólogo de Stanley Hoffmann) hasta que vio la luz en su primera edición de 1946, después de la liberación de Francia. Por la guerra y las actividades de su autor estuvo oculto hasta el final del conflicto, cuando el movimiento de la resistencia Franc-Tireur, del que Bloch formó parte, se encargó de su edición.
Hoffmann califica el libro de “doblemente ejemplar: porque su veredicto no ha sido igualado y su autor no sólo revela sus pensamientos íntimos, sino que, en los pocos años que le quedaron de vida, supo actuar en consonancia con sus principios personales”. Además, reitera la valoración que introdujo Georges Altman en la presentación de la edición original: “No dudamos en afirmar que, hasta la fecha, no ha aparecido sobre la Francia de 1940 un relato, una explicación, un alegato de una penetración tan lúcida y un esquema tan nítido”.
El ensayo se inicia con una sentencia precursora del compromiso de Bloch con los ideales republicanos y con la patria: “¿Estas páginas serán publicadas alguna vez? No lo sé. En cualquier caso, es probable que, durante mucho tiempo, no puedan ser conocidas, fuera de mi entorno inmediato, más que bajo capa”. Con ello revela su decisión de no conformarse con el momento de postración nacional, de mantener una posición beligerante en defensa de una libertad definida como “republicana”, una libertad cualificada, la que emana de las revoluciones de 1789 y 1848. La pasión nacional que le mueve, como a muchos otros compatriotas, aparece en las primeras páginas: “Francia, el país del que algunos estarían dispuestos a conspirar para expulsarme ahora y quizá (¿quién sabe?) lo consigan, será siempre, pase lo que pase, la patria de la que no podría desarraigar mi corazón. He nacido en ella, he bebido en las fuentes de su cultura, he hecho mío su pasado, sólo respiro bien bajo su cielo y, por mi parte, he tratado de defenderla con todas mis fuerzas”.
El objeto de la obra es el análisis del porqué de la derrota de 1940, quizá el acontecimiento más dramático en la historia de Francia como comunidad política. Después de la invasión de Polonia por Alemania en 1939, Francia se vio forzada con Gran Bretaña (y esto es algo en lo que insistió la propaganda de guerra alemana en 1940) a cumplir las garantías formuladas al gobierno polaco sobre el respeto a su independencia e integridad territorial. Sin embargo, la Francia de 1939-40 no era la nación victoriosa de 1918. El supuesto papel de potencia hegemónica continental fue producto de la salida de escena de Alemania, derrotada en la Gran Guerra, y de la Unión Soviética, sumida en una terrible guerra civil. Así, el ascenso alemán a partir de 1933 llevó aparejado la quiebra de aquella posición en el sistema europeo de Estados.
Los políticos e intelectuales franceses no fueron capaces de comprender los cambios que estaban imponiendo al sistema europeo las potencias revisionistas –Alemania, Italia y Japón– que no tenían otro objetivo que la destrucción del orden internacional de Versalles y la redistribución del poder. Paradójicamente, este programa político era conocido; Hitler enunció su proyecto expansionista y agresivo en Mein Kampf ya en 1924. Pero, como el mismo Bloch asevera, no se le prestó la menor atención. El miedo a una nueva guerra, la crisis económica mundial y la creciente inestabilidad política interna actuaron como velos ante los ojos de los gobernantes de las potencias occidentales. El pacifismo característico de los partidos y agrupaciones socialistas y de los republicanos de izquierda, la acción subversiva de los anarquistas y de las distintas secciones de la Internacional Comunista sumieron en una profunda confusión a los electorados nacionales. Esto llevó a situaciones extravagantes como que fuese un presidente del gobierno socialista, Leon Blum, quien negase la ayuda militar y política al gobierno español al estallar la sublevación militar en julio de 1936, o que fuese una asamblea nacional dominada por la izquierda quien otorgase al mariscal Pétain plenos poderes en junio de 1940.
Bloch afronta con decisión la parte más complicada del debate: la relativa a la crisis de la conciencia nacional. El oficio de historiador le impone objetividad en el análisis, pero lo asume de tal forma que se ve en la obligación de justificar al lector la dureza de su argumentación. En este punto, sólo Charles de Gaulle se anticipó a Bloch con su intervención en la radio de Londres el 18 de junio de 1940 en su dura crítica contra el régimen parlamentario y la destrucción del Estado. Pero La extraña derrota es una obra general, en tanto que se desgranan los factores que llevaron a la humillación de 1940. Se hace un recorrido por los componentes políticos, militares, estratégicos, económicos, sociales y los inherentes a la quiebra de la conciencia nacional.
La primera responsabilidad la atribuye a los dirigentes. Como escribió en Les Cahiers Politiques de abril de 1944, “parece evidente que, en cualquier país, es responsabilidad del gobierno dar un rumbo general a la vida política de la nación. Dicho rumbo rige las relaciones exteriores y la elección de las alianzas”. Pero esto no se hizo en el periodo de entreguerras. Los rectores de los destinos de Francia cayeron en la indolencia; con su proceder culpable facilitaron el trabajo a los enemigos que se prepararon a fondo para revisar la distribución del poder vigente. Bloch no tuvo dudas al respecto: “De la situación determinada de este modo proceden los problemas militares”.
En este punto, es interesante el análisis que realiza de la figura del “jefe” o “líder”, en consonancia con la obra anterior de De Gaulle Le fil de l’épée (París, 1932). Dice Bloch: “Un jefe es responsable de todo cuanto se hace bajo sus órdenes. No importa que no haya tenido la iniciativa de todas y cada una de las decisiones adoptadas, que no haya estado al corriente de todas las operaciones. Porque es el jefe y ha aceptado serlo, le corresponde atribuirse, para bien y para mal, los resultados”.
La camarilla de dirigentes políticos, el sistema simbiótico que se generó entre los miembros destacados de los partidos tradicionales y la crisis del sistema constitucional fueron el terreno abonado sobre el que germinó el desastre de 1940. “Prisioneros de unos dogmas que sabían desfasados, de programas que habían renunciado a llevar a la práctica, los grandes partidos aglutinaban falazmente a hombres que se habían formado opiniones completamente opuestas sobre los grandes problemas del momento, como pudo apreciarse a la perfección en Munich”. En un ambiente político interior viciado “los problemas mundiales y los problemas nacionales sólo se les representaban desde el ángulo de las rivalidades personales”.
De ello extrae una importante deducción: “Una democracia es débil, en detrimento de los intereses comunes, si sus altos funcionarios, formados en su desprecio y, por el imperativo de la fortuna, procedentes de las clases cuyo imperio ha querido precisamente abolir, sólo se ponen a su servicio a regañadientes”.
Los políticos no supieron responder, como sí había ocurrido antes en la historia de Francia, ante la crisis más grave: la guerra. Sus decisiones fueron erráticas, marcadas por el corto plazo, dependientes de las tendencias británicas, abrumados por la superioridad que en lo íntimo se suponía a Alemania (obraban en poder del gobierno francés informes de los servicios de inteligencia que probaban que en 1939 Alemania estaba produciendo 3.000 aviones de combate, cuando Francia sólo alcanzaba los seiscientos). En 1940, Francia quedó dividida en dos zonas, una de ellas ocupada por el invasor, donde se estableció un gobierno totalitario y colaboracionista. El balance político era desolador.
Para Bloch es incontestable que “nuestros ministros y nuestras asambleas nos han preparado mal para la guerra”. En ese deber de objetividad reconoce la responsabilidad colectiva: “Por pereza, por abulia, hemos dejado que sucediera”. En la distribución de culpas en función de la responsabilidad nacional, considera innegable la complicidad de una parte influyente del alto mando militar.
En primer lugar porque la doctrina imperante de los frentes continuos e infranqueables era una reliquia de la pasada guerra. Incapaces de entender ninguna de las lecciones producidas desde entonces (guerra chino-japonesa, guerra de Abisinia, guerra civil española), los estrategas hicieron caso omiso del gran poder de la aviación y despreciaron la importancia de los vehículos blindados en la conducción de la batalla moderna. Según corroboró el general Weygand el 25 de mayo de 1940, “Francia ha cometido el error de entrar en guerra sin disponer del material necesario ni de la doctrina militar necesaria”.
La consideración propia es demoledora: “Nosotros habíamos hecho profesión de fe en el inmovilismo y en la tradición. (…) Si no contamos con suficientes tanques, aviones o vehículos de tracción, fue ante todo porque sepultamos en el hormigón unos recursos en efectivo y mano de obra, que indudablemente no eran infinitos (…) porque nos enseñaron a confiar exclusivamente en la línea Maginot”. En realidad las fortificaciones sólo ocupaban la mitad de la longitud total de la frontera francesa debido al coste extraordinario de su construcción. De pareja gravedad, como revelaron los acontecimientos, fue que el comandante supremo de las fuerzas armadas, el general Gamelin, rechazaba el contacto con las tropas y estaba enfrentado con el general Georges, comandante del frente nororiental, con quien no se hablaba. Éste fue otro dislate de los responsables políticos del departamento de la Guerra.
El problema estratégico se complicó con el corolario ideológico de esa doctrina militar, sostenida por generales de tanto prestigio como Pétain o Chauvineau. Para Bloch “estamos en presencia de una tesis política que se insinúa bajo la máscara de la técnica militar (…) es la política que nos recomendaba Alemania. (…) Creemos necesario destacar que no le haya impedido ponerse al servicio de una maniobra política destinada a ayudar al enemigo y se convierte por ello en reo de una verdadera traición”.
De este modo, Bloch afirma que “el triunfo de los alemanes fue esencialmente una victoria intelectual, y eso fue quizá lo más grave”. Singularmente porque “han hecho una guerra de nuestros días, bajo el signo de la velocidad. (…) En realidad los dos adversarios que se enfrentaron en nuestros campos de batalla pertenecían a dos eras diferentes de la humanidad”. Frente al conservadurismo del mando francés en el planeamiento estratégico y en la conducción de la batalla, “los alemanes avanzaban más deprisa de lo que parecían imponer las normas de urbanidad”.
El desarrollo de los acontecimientos se agravó con resultados catastróficos porque “a lo largo de toda la campaña, los alemanes conservaron el molesto hábito de aparecer donde no deberían haberse encontrado. No respetaban las reglas del juego”. Frente a la lentitud mental y de movimientos de las fuerzas francesas, “los alemanes, por su parte, corrían un poco por doquier, cruzando caminos. Sopesando el terreno, se detenían cuando la oposición resultaba demasiado dura. Si golpeaban ‘en blando’, por el contrario, se lanzaban hacia delante y explotaban después su avance organizando una maniobra apropiada o, más bien, según todos los indicios, escogían entre la multitud de planes que, de acuerdo con su oportunismo metódico, tan característico del espíritu hitleriano tenían por adelantado en reserva. Creían en la acción y en lo imprevisto”. El resultado fue que “nuestros jefes, sumidos en un mar de contradicciones, pretendieron ante todo repetir en 1940 la guerra de 1914. Los alemanes, en cambio, libraron una guerra propia de 1940”.
La actitud de los mandos intermedios, resumida en la frase “Nos hemos ido porque habían llegado los alemanes”, tuvo un efecto multiplicador en la tropa, carente del imprescindible sostenimiento moral. Sucedió entonces que “un ataque de nervios puede propagarse muy lejos y debilitar la capacidad de resistencia de las tropas en un vasto espacio”. Como pudo atestiguar en el frente de Bélgica, “los peores casos de parálisis anímica se debieron al estado de estupefacción y escándalo que un ritmo de guerra inesperado sumió a unos hombres predispuestos por sus educadores a una imagen totalmente distinta del combate. Esta conmoción psicológica afectó también a los oficiales de la tropa”.
Por ello, Bloch sostiene que “la mala disciplina de trabajo tuvo mucho que ver con el rápido desgaste de los recursos morales entre nuestros mandos”; a su vez, “las deficiencias de carácter tuvieron (…) su principal origen en la inteligencia y en la formación”, aspecto en el que insistió más tarde en varias notas e informes en Les Cahiers Politiques. En consecuencia, el sentimiento de derrota contagió rápidamente a todo el ejército, mucho antes de que se hubiera producido una verdadera derrota militar a manos del enemigo.
El mando de la fuerza expedicionaria británica y su gobierno comprendieron con rapidez el cambio de actitud de sus aliados. En lo militar la respuesta fue retirar lo más pronto posible a los propios combatientes, atrapados en Bélgica y el norte de Francia, del cerco de las fuerzas alemanas. Esto supuso un duro golpe para el gobierno francés. Sin embargo, Bloch reconoció que se trató de la medida más adecuada en función del cariz de los acontecimientos. ¿Cómo se podía exigir a los aliados combatir con firmeza cuando los franceses huían? Para Bloch “capitulación es una de esas palabras que un verdadero jefe no pronuncia jamás, ni siquiera en privado; en las que no piensa”.
Pero de todas las servidumbres, la que tuvo un efecto más profundo fue la ruina de la conciencia nacional: “Es más lejos y más profundo donde hay que buscar las raíces de un malentendido demasiado grave para no contarlo entre los motivos principales del desastre”. Así, el compromiso con los ideales republicanos impidió a Bloch falsear la realidad del desastre. Como destaca Hoffmann: “El ciudadano que se expresa de esta guisa no trata a nadie con miramientos. Ni una burguesía ‘amargada’, incapaz de comprender ‘el entusiasmo de las masas ante la esperanza de un mundo más justo’ y propensa a considerar al régimen político ‘corrupto hasta la médula’ y al pueblo ‘degenerado”.
Resulta evidente que la derrota militar se debió a la ausencia de un compromiso general con la defensa nacional durante el periodo de entreguerras. Así, “la equidad impone que el testimonio del soldado se complete con el examen de conciencia del francés”. Lo que sirve para poner de manifiesto que la idea republicana de nación en armas había caído en el olvido; para Bloch “la nación en armas sólo tiene puestos de combate”.
En cambio, los políticos fueron una pantomima en manos de los acontecimientos, los militares fracasaron en su misión, los empresarios actuaron preocupados por sus intereses, “algunos funcionarios huyeron en tropel”, se mostraron “numerosas debilidades individuales”, “se dieron órdenes prematuras de partida”, “en todo el país prendió la verdadera locura del éxodo”.
Pero entre todos, de nuevo, trasciende la figura de “nuestros jefes”, que “se han dejado abatir. Demasiado pronto han considerado natural ser derrotados. Al deponer antes de tiempo las armas, han asegurado el éxito de una facción”. Todas estas “flaquezas” terminaron “minando la robusta salud del país”. Entonces señala con amargura: “Para nuestra libertad intelectual, nuestra cultura, nuestro equilibrio moral, ¿qué mayor perjuicio cabía que la derrota? Por otra parte, ante el sacrificio no cabe plantearse excepciones. Nadie tiene derecho a considerar su vida más útil que la del vecino”.
En esta perspectiva, los que no tienen cabida en el pensamiento republicano militante de Bloch son los traidores, como puso de manifiesto en diversos artículos en Les Cahiers Politiques. En La extraña derrota introduce una declaración sin ambages, en consonancia con el programa “degaulliano” que se plasmó después de la victoria: “Se puede olvidar todo, salvo una negación: la de la patria”. Eso es precisamente lo que hicieron los firmantes del armisticio de 24 de junio de 1940 y todos los responsables políticos en el régimen colaboracionista de Vichy.
La voluntad de triunfo que se manifiesta en la obra de Bloch es la voluntad de la Francia libre, la que combatió en el interior en los diferentes movimientos de la resistencia y la exterior, al lado de los aliados hasta la victoria en 1945 (en Bir-Hakeim, en Normandía, en la liberación de París y Estrasburgo, en la batalla del Ruhr). Esa voluntad de triunfo es patente en cada una de las páginas de la obra que nos ocupa. Ninguna duda quedaba a su autor cuando escribió: “Pronto llegará el día, así lo espero, el día de la gloria y felicidad, en el que una Francia liberada del enemigo y con una vida espiritual más libre que nunca antes, nos volverá a congregar en torno al debate de las ideas”.