La explosión de miles de mundos interiores
El Nobel de Literatura 2015 a Svetlana Alexiévich tiene mucho de especial, al ser uno de los pocos entregados a un autor no consagrado a la ficción, sino a la narración de lo histórico. Theodor Mommsen lo recibió por su descripción del Imperio Romano, Winston Churchill por relatar la Segunda Guerra mundial y Alexander Sholzhenitsyn por abrir el gulag al mundo. El sujeto literario de Alexiévich es su propia generación, la que encarna la mens soviética y se expande desde 1939 hasta el presente. Alexiévich retrata ese hombre, el que ella llama hombre rojo, homo sovieticus, a través de varias de las crisis históricas más relevantes de la Unión Soviética: la Segunda Guerra mundial (1939-45), la guerra en Afganistán (1979-89), el desastre nuclear de Chernóbil (1986) y el desmoronamiento del régimen soviético (1991).
Esta es, además, la primera ocasión en que se premia un corpus literario formado exclusivamente por entrevistas. Alexiévich reconoce a sus maestros en esa tradición –la novela coral– en la que el autor cuenta una historia a través de la agregación caleidoscópica de las voces de testigos. Las historias de Daniil Granin y Ales Adamóvich sobre el asedio de Stalingrado y, muy especialmente, la lectura de Soy de la aldea en llamas, de Adamovich, Bril y Kolénski, supusieron para Alexiévich el encuentro con el género al que terminaría consagrando su inquietud literaria.
Todo el proyecto literario de Alexiévich pretende hacer aflorar las voces que gran parte de la historiografía y las relaciones internacionales considerarían secundarias: “A lo que me dedico (libro tras libro) es a disminuir la historia hasta que toma una dimensión humana”. Separándose de una concepción positivista de la historia, la escritora bielorrusa persigue narrar la historia afectiva de su generación. No bastan los sucesos, ni los hechos crudos, no basta la “información” (palabra de la que Alexiévich recela abiertamente) porque: “¿Quién necesita un informe detallado? Hace falta algo diferente… Instantes estampados, extirpados de la vida…”. En la introducción a Voces de Chernóbil (1997) lo dice abiertamente: “Ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía”. La profundidad de lo sucedido va más allá del hecho y se puede contar solo si se da espacio a dimensiones de lo humano que rebasan lo meramente fáctico.
Chernóbil fue la explosión de una central nuclear que arrojó a la atmósfera 50 x 10⁶ Ci de radionúclidos. Fue, además, el enésimo principio del fin del mundo soviético. Chernóbil fue todo eso, pero fue también (en esa dimensión nos introduce Alexiévich) la explosión de miles de mundos interiores que tuvieron que aprender a vivir con la muerte invisible al acecho, fue la historia de cientos de mujeres que abrazaron y besaron la radioactividad que desprendían los cuerpos de sus maridos, esos bomberos a los que el régimen había enviado a apagar el fuego del reactor 4 en mangas de camisa.
La obra de Alexiévich está marcada por el dolor y la muerte, pero también por el amor y la esperanza, como la vida real, pues a esa vida dan voz sus libros. En medio de narraciones oscuras y terribles despuntan, de tanto en tanto, destellos de esa bondad que ni la más bárbara de las barbaries puede eliminar. “Mis libros no son de terror. Además de terror y muerte también hay amor y alegría”, confiesa. Amor como el de los tres claveles que un bombero carcomido por la radiación de Chernóbil consigue hacer llegar a su mujer.
[Este texto es un extracto de la reseña de David Blázquez que publicará Política Exterior en el número de mayo-junio de 2016].