POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 224

La presa de Al-Bal'a y Ain Zarqa en Idlib, al noroeste de Siria. GETTY

La era del agua

El estrés hídrico puede llegar a convertirse en el principal riesgo de inestabilidad social, económica e, incluso, geopolítica; un desafío para el mundo, posiblemente subestimado, pero con potencial de generar enfrentamientos armados entre países.
Pablo Arjona Paz
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En 1981 el director australiano George Miller sorprendió con la secuela de la distópica película Mad Max, un mundo ambientado en un paisaje postnuclear, devastado. Un escenario donde el agua se convierte en el recurso más preciado y codiciado; un símbolo de poder, de riqueza y de desesperación.

En el universo de Dune, creado por Frank Hebert, el grado de escasez es tan extremo en el desértico planeta Arrakis que la supervivencia de sus habitantes depende de la conservación y del uso eficiente de cada gota de agua. La carestía es tal que los nativos, conocidos como Fremen, portan trajes que permiten capturar la humedad que emite el cuerpo para almacenarla en un pequeño depósito. La máxima expresión de una economía circular.

Afortunadamente, la Tierra se encuentra lejos de estos distópicos mundos. El agua es uno de los elementos más abundantes, al representar más de dos tercios de la superficie terrestre. A diferencia de los hidrocarburos o de los metales, donde las reservas son limitadas, en el caso del agua no existe un riesgo de agotamiento en términos globales.

La dificultad radica, al igual que ocurre con el resto de las materias primas, en la desigual distribución. Las precipitaciones varían sustancialmente entre las distintas regiones. En aquellos países situados en la zona ecuatorial (como Colombia o Papúa Guinea) la media se sitúa por encima de los 3.000 litros por metro cuadrado (l/m2). Por el contrario, las lluvias son marginales (inferior a los 100 l/m2) en las naciones ubicadas en el Trópico de Cáncer. En perspectiva, el promedio en España asciende a 635 l/m2 al año.

Por ello, aunque sea un material abundante, más del 25% de la pobla ción –alrededor de 1.900 millones de personas– habita en zonas hídricas estresadas, entendidas como aquellas regiones donde los recursos hídricos renovables se sitúan por debajo de los 1.700 metros cúbicos per cápita al año. En zonas como el Sahel, Oriente Medio, el Cuerno de África, y parte de Asia Meridional, la ausencia de precipitaciones es tal, que buena parte de los países se encuentran en una situación de escasez absoluta, con reservas hídricas renovables por debajo de los 500 metros cúbicos per cápita.

En estas regiones las sequías son tan severas que amenazan, incluso, la sostenibilidad de la vida. Véase el ejemplo del Cuerno de África, donde el déficit de precipitaciones se ha convertido en una constante y, en consecuencia, más de 20 millones de personas se enfrentan a una situación de hambruna.

 

La amenaza climática

La desigual distribución de los recursos hídricos se agravará en los próximos años como consecuencia de la alteración de los patrones climáticos. Al contrario de lo que pudiera pensarse, el aumento de las temperaturas no va a propiciar una caída de las precipitaciones. Al revés. El calentamiento global está acelerando el ciclo del agua, al intensificar el proceso de evaporación en los océanos y de la evapotranspiración en la superficie terrestre.

Según los cálculos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), si se cumple el Acuerdo de París, las precipitaciones a nivel global en 2080-2100 aumentarán un 2,4%, en comparación con el periodo 1995-2014. En el caso de que se materialice un escenario más desfavorable, con un incremento de las temperaturas más intenso, entre 4,35,7ºC, el volumen de las lluvias podría aumentar más de 8%.

Sin embargo, esto no contribuirá a mitigar el déficit hídrico que sufren algunas regiones. Al contrario. Los modelos estadísticos prevén un aumento de la desigualdad. Las zonas tradicionalmente húmedas registrarán, muy posiblemente, un mayor volumen de precipitaciones. Al mismo tiempo, se espera un descenso de las lluvias en las zonas áridas.

En concreto, se calcula que las precipitaciones podrían aumentar más de un 50% en los trópicos y en las regiones polares. Por el contrario, se prevé una notable caída en las zonas subtropicales. En el caso más pesimista, que contempla un aumento de las temperaturas en torno a los 4ºC en comparación con los niveles preindustriales, los recursos hídricos renovables podrían desplomarse entre un 20-40% en estas regiones. Un desafío global que afectará a tres cuartas partes de la población.

Por si fuera poco, se espera una mayor concentración. Lloverá menos días, pero de forma más intensa. La formación de fenómenos extremos será cada vez más frecuente. Si las temperaturas aumentan 4ºC, los episodios de inundaciones se triplicarán. Al mismo tiempo, en las regiones áridas la probabilidad de que se produzcan sequías se cuadriplicará.

Estos cambios ya se están materializando. En las dos últimas décadas la duración y la intensidad de las sequías se han incrementado cerca de un 30%. También aumentará la frecuencia de episodios climáticos adversos y antagónicos, como la combinación de inundaciones y periodos secos, un proceso con efectos devastadores en la actividad agrícola, como pone de manifiesto la crisis que atraviesan los mercados del cacao y del café.

El endurecimiento de las condiciones climáticas conducirá a un progresivo avance de la desertificación. Algunas estimaciones apuntan que para 2050 podrían perderse 1,5 millones de kilómetros cuadrados de tierras agrícolas, una superficie equivalente al territorio cultivable de India.

 

El valor del agua

Resulta difícil exagerar el protagonismo del agua en la economía. No solo es fundamental en la agricultura o en la ganadería, sino que, además, participa en buena parte de los procesos industriales. Los ejemplos son numerosos. En el ámbito de la energía, las centrales hidroeléctricas generan más del 20% de la electricidad, a lo que habría que añadir su papel como refrigerante en las centrales nucleares y, en el caso de los ciclos combinados, en el funcionamiento de las turbinas.

La industria de los hidrocarburos no convencionales, conocida como shale o fracking, no sería posible sin la inyección de agua a presión para originar grietas en los sedimentos rocosos.

También es una materia prima imprescindible para la industria textil, un sector que representa el 4% de la extracción de agua dulce del mundo. El proceso de fabricación de un kilo de ropa requiere entre 100-200 litros, a lo que habría que sumar los recursos hídricos utilizados en la producción de algodón (10.000 litros de agua por kilo). Por no mencionar su protagonismo en la industria papelera, en la cementera o en la química. Su participación es crucial, también, en los sectores más vanguardistas, como la industria de los centros de datos. Un centro de datos de tamaño mediano puede consumir entre 20.000 y 75.000 litros de agua al día.

Por si fuera poco, el 90% del comercio mundial se realiza por transporte marítimo. Y, por ello, las variaciones climáticas pueden tensionar las cadenas de valor, como se puso de manifiesto en 2022, cuando la pronunciada caída del caudal del río Rin –la principal arteria fluvial de Europa– forzó a parte del tejido industrial de Alemania a reducir su actividad. Del mismo modo que la ausencia de precipitaciones provocó el pasado año importantes restricciones en el tráfico marítimo a lo largo del Canal de Panamá.

De acuerdo a los cálculos del Banco Mundial, los shocks hídricos provocan –en el ejercicio en el que se originan– un efecto negativo en el ritmo de crecimiento del PIB per cápita equivalente al 0,48%. El modelo considera un shock hídrico cuando las precipitaciones se alejan de la media el equivalente a la desviación típica.

Esta cifra varía sensiblemente en función del grado de desarrollo económico de los países y del peso de la agricultura en el PIB. En las economías de renta alta la distorsión es reducida. Por el contrario, en los países de renta baja es mucho más intensa. Sequías moderadas provocan una desaceleración equivalente al 0,39%; una cifra que asciende hasta el 0,85% en el caso de episodios extremos. Por otra parte, ejemplos como el de Brasil demuestran hasta qué punto la falta de agua puede distorsionar la actividad económica. En 2021 la sequía no solo tuvo severas implicaciones en el sector agroalimentario, sino que, además, originó una crisis energética que afectó sensiblemente al sector industrial. Los efectos de la ausencia de precipitaciones fueron ramificándose y expandiéndose, como las ondas de un terremoto, afectando, en mayor o menor medida, a todas las actividades económicas del país.

 

Sin agua no hay paz social

Al ser la estructura sobre la que se sustenta buena parte de la economía, no sorprende que los episodios de estrés hídrico puedan llegar a poner en peligro la estabilidad de un país, un riesgo que posiblemente se subestima. Los ejemplos son numerosos. En 2015, la capital económica de Brasil, São Paulo, estuvo cerca del caos social, como consecuencia de la crisis hídrica más severa sufrida en ochenta años. El agua se convirtió en el bien más preciado. El déficit llegó a tal extremo que los camiones cisterna eran escoltados por las fuerzas de seguridad. Los bidones de agua se convirtieron en el objetivo más preciado de saqueadores y maleantes.

En Irak, la ausencia de precipitaciones fue uno de los detonantes de las movilizaciones sociales que estallaron en 2019, las más multitudinarias desde la caída de Saddam Hussein.

En el caso de Siria las consecuencias fueron aún más dramáticas. Diversos estudios, como el elaborado por la Universidad de California en colaboración con la Universidad de Columbia, sostienen que la ausencia de agua fue el catalizador de las tensiones sociales que acabaron desembocando en una brutal y agónica guerra civil.

 

«Algunos estudios sostienen que en Siria la ausencia de agua fue el catalizador de las tensiones sociales que acabaron en una brutal y agónica guerra civil»

 

Dado que se trata de uno de los ejemplos más evidentes del riesgo sociopolítico asociado a la escasez de recursos hídricos, resulta oportuno detenerse en la secuencia de acontecimientos que acabó provocando el desmoronamiento del país.

Según un estudio de la NASA, en 1998 comenzó la peor sequía de los últimos 900 años en la región de Oriente Medio; una carencia de agua que, en el caso de Siria, se agravó considerablemente entre 2006 y 2009.

La escasez prolongada de precipitaciones redujo drásticamente el caudal de los ríos. Los pozos se secaron. La producción de las plantaciones agrícolas, como las de trigo o centeno, se redujo a la mitad. El déficit hídrico fue tal que, incluso, puso en peligro la supervivencia de la ganadería. En una economía donde la agricultura aporta casi el 30% del PIB, el desplome de las cosechas desestabilizó al país. El desempleo se disparó, especialmente en las zonas rurales. Los precios de los alimentos básicos aumentaron vertiginosamente. Al mismo tiempo, más de 250.000 agricultores y sus familias tuvieron que dejar sus tierras, lo que provocó una migración masiva que causó el colapso de las precarias infraestructuras básicas de los núcleos urbanos.

En apenas unos años, la población en situación de pobreza extrema aumentó en tres millones, más del 10% del total. El drástico empeoramiento de las condiciones de vida alimentó el hastío de la población en contra del régimen autoritario de Bashar al Assad, un sentimiento de frustración que acabó desembocando en las protestas que, posteriormente, fueron la antesala del conflicto armado. Esta cadena de acontecimientos deja una importante lectura: las primeras consecuencias provocadas por la ausencia de agua son predecibles y esperables; sin embargo, progresivamente, la escasez de agua acaba actuando como una metástasis, extendiéndose a lo largo del tejido económico y desencadenando secuelas difíciles de anticipar.

El conflicto de Siria puso de manifiesto la necesidad de incorporar las variaciones climáticas entre los factores que pueden alterar la paz social de un país. Esto no implica que acontecimientos tan extremos vayan a repetirse en otras naciones. El país árabe reunía una serie de particularidades sociales, económicas y políticas que lo hacían muy proclive al surgimiento de episodios de inestabilidad extremos; unas singularidades que difícilmente convergerán en otros países. Ahora bien, si se materializan tanto los modelos climáticos como las previsiones demográficas, la posibilidad de que se multipliquen los eventos de conflictividad social asociados a la carencia de agua parece un riesgo prácticamente irremediable.

 

¿Las guerras del agua?

Los episodios de inestabilidad social acaban propiciando, en la mayoría de los casos, distorsiones que traspasan al ámbito internacional. El conflicto de Siria es, nuevamente, un claro ejemplo. La guerra originó, entre otras cosas, un movimiento migratorio de tal magnitud que provocó una crisis política en Europa y, en el caso de Líbano, tensionó su frágil estructura socioeconómica.

También alteró el tablero geopolítico de Oriente Medio. En este tiempo Estados Unidos ha adoptado un papel menos activo, lo que ha dejado un vacío de poder que ha sido aprovechado por Turquía y Rusia para incrementar su influencia en la región. Por si fuera poco, el caótico escenario en Siria favoreció la irrupción de movimientos yihadistas y, sobre todo, la implantación territorial de Estado Islámico.

A la posibilidad de que el estrés hídrico inherente a un país pueda originar alteraciones en el ámbito de la política internacional, se suma otro riesgo aún más peligroso: la amenaza de que la competencia por los recursos hídricos provoque fricciones entre países.

El agua no conoce fronteras. Tres mil millones de personas dependen de cuencas fluviales transfronterizas para satisfacer sus necesidades. En muchos casos, el uso de estos ríos compartidos no está regulado por acuerdos plurinacionales, un vacío normativo que favorece la posibilidad de que se produzcan disputas entre países.

 

«El agua no conoce fronteras. Tres mil millones de personas dependen de cuencas fluviales transfronterizas para satisfacer sus necesidades»

 

Esta probabilidad se agrava por la desigual posición negociadora entre las naciones ribereñas, lo que fomenta la acumulación de agravios y afrentas. Los países situados aguas arriba tienen una valiosísima ventaja estratégica, al tener la capacidad de regular el flujo de los ríos. Mediante la construcción de presas o embalses pueden acaparar y dirigir el caudal de las cuencas fluviales. Por el contrario, las naciones situadas aguas abajo constituyen el eslabón débil de la cadena. En estos países, el acceso a los recursos hídricos no está garantizado, dado que no solo depende de las dinámicas climáticas, sino, también, de las decisiones arbitrarias de terceros países. La altitud es, por tanto, fundamental; una singularidad que no ocurre en el resto de las materias primas, ya que, por ejemplo, los recursos mineros de un país no están expuestos a la actividad extractiva que lleve a cabo otra nación.

La gravedad de los problemas que acarrea la falta de agua y las particularidades sobre su control se expresan en las conocidas palabras del vicepresidente del Banco Mundial, Ismail Serageldin, en 1995, cuando afirmó que “si las guerras del siglo XX se lucharon por el petróleo, las guerras del próximo siglo serán por el agua”.

Afortunadamente, la evidencia histórica indica que esta declaración es demasiado alarmista. En la mayoría de las ocasiones, los países ribereños que han rivalizado por el agua han optado por la cooperación. De acuerdo con Pacific Institute, una organización que monitoriza los conflictos vinculados a la competencia por los recursos hídricos, en los últimos 4.500 años solo se ha producido una guerra relacionada directamente con el agua: el conflicto entre Lagash y Umma, dos ciudades-estado mesopotámicas, en el actual territorio de Irak.

Los enfrentamientos por los recursos hídricos son, en la mayoría de los casos, disputas internas entre comunidades ganaderas y agrícolas, o entre diferentes grupos étnicos. Si bien los choques transfronterizos son frecuentes en algunas zonas del Sahel, África Occidental o Asia Central, el alcance de estos enfrentamientos suele ser limitado.

Aunque los datos alejan la posibilidad de que se produzcan episodios bélicos vinculados a la competencia por los recursos hídricos, las consecuencias de un conflicto armado serían tan severas que es un riesgo que no debe descartarse, al menos en algunas zonas especialmente sensibles, como en las cuencas del Nilo, el Tigris, el Éufrates y el Indo.

 

Río Nilo

La historia de Egipto ha estado, desde la antigüedad, vinculada al Nilo. El río más largo de África aporta más del 80% de los recursos hídricos del país. Es, por tanto, la columna vertebral que sostiene la actividad agrícola, el consumo doméstico e, incluso, parte de la generación de electricidad. Sin embargo, Egipto carece de autosuficiencia hídrica. La mayor parte del caudal del río procede de sus afluentes, los cuales nacen en una decena de países de África Oriental y Central. Entre ellos destaca el Nilo Azul, un río de 1.400 kilómetros de longitud que nace en la meseta norte de Etiopía y discurre por Sudán, antes de adentrarse en territorio egipcio.

Asegurar un caudal mínimo de agua ha sido siempre una prioridad para El Cairo. En 1929 firmó el primer acuerdo internacional sobre los derechos de uso del río; un tratado suscrito con el entonces Imperio Británico que concedía a Egipto la capacidad de veto sobre los proyectos desarrollados aguas arriba que pudieran afectar a su caudal, además de asignarle una cuota desproporcionada en el uso del agua de la cuenca.

Dicho acuerdo no fue reconocido por el resto de los países ribereños, dado que fue suscrito de espaldas a sus intereses. Desde entonces han surgido varias iniciativas intergubernamentales para establecer un reparto equitativo de los recursos hídricos, hasta el momento sin éxito, debido a las notables divergencias entre las necesidades de Egipto y las naciones situadas aguas arriba.

En este contexto, la construcción, por parte de Etiopía, de la llamada Gran Presa del Renacimiento (GERD) amenaza con desestabilizar la región. La central hidroeléctrica se ha convertido en una cuestión de Estado desde la perspectiva etíope, un proyecto estratégico para aumentar su influencia económica y política.

 

«Es difícil saber dónde podrían llegar las hostilidades si la falta de lluvias alcanza un punto tal que sea una amenaza existencial para Egipto»

 

Las cifras de la infraestructura son extraordinarias. Una vez que entre en funcionamiento será la central hidroeléctrica más grande del continente y la séptima del mundo. Las dieciséis turbinas tendrán una capacidad de generación de 5.000-6.000 megavatios (MW), una potencia que supera a todo el sistema eléctrico del país. La GERD no solo permitirá mitigar el crónico déficit energético, sino que, además, Etiopía aspira a convertirse en un exportador neto de electricidad.

El sueño etíope constituye, al mismo tiempo, una pesadilla para Sudán y, especialmente, para Egipto. El Cairo teme que la presa altere drásticamente el caudal del río, lo que agravaría el severo estrés hídrico que ya sufre.

De momento los peores temores de Egipto no se están materializando. El llenado paulatino de la presa no ha originado cambios significativos en el caudal del río. Ahora bien, la disputa está lejos de resolverse. El Cairo recela de la posibilidad de que Adís Abeba opte por retener el agua y priorizar sus intereses en periodos de escasez de agua.

Las negociaciones entre las tres partes se encuentran congeladas desde hace casi dos años. Por tanto, la tensión persistirá e, incluso, podría agudizarse, a medida que nos dirigimos hacia un contexto climático más difícil.

Pese al discurso belicista utilizado en ocasiones por sus dirigentes, hasta el momento los tres países implicados han evitado cruzar determinadas líneas que pudieran desplazar la tensión hacia terreno desconocido. Sin embargo, resulta difícil aventurar hasta dónde podrían escalar las hostilidades en el caso de que la ausencia de lluvias alcance un punto tan agónico y desesperante que acabe convirtiéndose en una amenaza existencial para Egipto.

Ahora bien, no parece probable que esta rivalidad origine la primera guerra del agua de la historia moderna. La geografía importa, y mucho. Al no ser países limítrofes, una campaña bélica sería extremadamente compleja y costosa para Egipto, debido a los más de 1.500 kilómetros de distancia entre ambas fronteras, y el deficiente estado de las infraestructuras de transporte de Sudán, el país que los separa. Las acciones beligerantes que El Cairo podría emprender se limitan, más bien, a un ataque aéreo sobre el GERD, un movimiento que podría ser contraproducente debido al rechazo que suscitaría en la comunidad internacional y, sobre todo, a las dudas sobre su efectividad, teniendo en cuenta los sistemas antiaéreos desplegados por Etiopia en las cercanías de la central hidroeléctrica. Más realista y factible sería el hostigamiento indirecto, instigando tensiones territoriales que pudieran desestabilizar a Etiopía, ya sea a través de países limítrofes, como Sudán, Eritrea y Somalia, o alentando las rivalidades étnicas que han dividido, históricamente, al país africano.

 

Ríos Tigris y Éufrates

Igual de sensible es la situación en las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates, cuna de las primeras civilizaciones. Según el último informe publicado por Human Rights Watch, Irak es el quinto país del mundo más vulnerable al cambio climático.

En verano las temperaturas en ciudades como Bagdad alcanzan valores altísimos, por encima de los 50ºC, lo que favorece la evaporación de los ríos. Asimismo, la sucesión de periodos de extrema violencia ha obstaculizado el desarrollo de infraestructuras hídricas, como presas o plantas de procesamiento de aguas residuales. Por si fuera poco, buena parte del caudal del Tigris y del Éufrates proceden del exterior, al igual que le ocurre a Egipto.

En las últimas décadas la evolución de los acontecimientos ha ido en contra de los intereses de Bagdad. En 2018 Irán finalizó la construcción de 16 presas en la provincia de Kermanshah, al oeste del país. Desde entonces, Teherán ha redirigido hacia sus ciudades parte del caudal del río Sirwan, uno de los principales afluentes del Tigris, lo que ha provocado un notable descenso de los recursos hídricos en las provincias sureñas de Irak y ha contribuido al avance de la desertificación.

Al mismo tiempo, Turquía ha llevado a cabo un ambicioso programa de infraestructuras, denominado Proyecto de Anatolia Suroriental, que incluye la construcción de 22 presas y 19 plantas hidroeléctricas a lo largo de las cuencas del Tigris y del Éufrates.

 

«Irán y Turquía no son inmunes a los efectos que puede desencadenar la falta de agua en Irak»

 

Como resultado de lo anterior, algunos estudios calculan que el flujo de agua hacia Irak se ha reducido a la mitad en los últimos años.

El desafío hídrico se agravará en las próximas décadas. Oriente Medio es una de las regiones en las que los modelos climáticos prevén un descenso más pronunciado de las precipitaciones. A esto se suma el vertiginoso crecimiento de la población previsto para mitad de este siglo, superior al 60% respecto a los valores actuales.

Todo ello dibuja un futuro extremadamente complejo para Irak, donde las dificultades en el acceso al agua ya fueron uno de los catalizadores de las multitudinarias protestas que estallaron en 2019. Las estimaciones más pesimistas auguran incluso que en 2040 el descenso del caudal del Tigris y del Éufrates será de tal intensidad que ambos ríos no alcanzarán la desembocadura en el Golfo Pérsico. Pese a este dramático panorama, quizá más severo que el de Egipto, las probabilidades de que se pueda desencadenar un conflicto armado son limitadas, fundamentalmente por la enorme diferencia en términos militares entre Irak y sus vecinos.

Turquía cuenta con el segundo mayor ejército de la OTAN y con una potente industria armamentística. Por el contrario, Irak carece de un ejército moderno y consolidado, después de que buena parte de las estructuras militares fueran desmanteladas, tras la caída del régimen de Saddam Hussein en 2003.

Por otra parte, la enorme influencia que ejerce Teherán sobre el marco sociopolítico iraquí reduce notablemente la posibilidad de un conflicto entre ambos países. Desde la caída de Hussein, los partidos políticos iraquíes vinculados al país persa han dirigido las instituciones. A esto se suma la influencia que ejerce Irán a través de la miríada de milicias que, desde el conflicto contra el Estado Islámico, han aumentado exponencialmente su peso en el ecosistema político y económico iraquí. Muchos de estos grupos armados, además, operan de forma autónoma, en ocasiones en contra de los intereses de Bagdad.

La debilidad institucional y militar del país minimiza la posibilidad de que decida defender sus intereses mediante acciones militares. Ahora bien, esto no implica que Irán y Turquía sean inmunes a los efectos que pueda desencadenar la falta de agua en Irak. Si se materializan los pronósticos más adversos, la probabilidad de que el estrés hídrico desencadene episodios de conflictividad social en Irak es elevada, lo que, posiblemente, acabaría afectando también a los países ribereños.

 

Río Indo

En la península del Indostán las circunstancias tampoco son apacibles. Desde la independencia, la competencia por los recursos fluviales ha sido una constante fuente de tensión entre India y Pakistán, dos de los países más densamente poblados del mundo y, también, dos de las economías con un mayor consumo de agua, debido al elevado peso de la agricultura (en torno al 20% del PIB) y a la tipología del sistema de riego (en buena parte de inundación, como ocurre en el caso del arroz).

Pese a las fricciones, ambos Estados han mantenido una cierta cooperación. En 1960 firmaron, con la mediación del Banco Mundial, el Tratado de las Aguas del Indo, un acuerdo que establece los derechos de uso del río Indo, la principal cuenca hidrográfica que comparten, así como de sus afluentes.

Sin embargo, desde la firma del tratado, la población de India se ha triplicado y, en el caso de Pakistán, prácticamente se ha quintuplicado. Asimismo, el estrés hídrico se ha agravado. La sobreexplotación de las aguas subterráneas ha provocado que el caudal del río Indo se haya reducido a la mínima expresión en su desembocadura en el océano Índico, situado en la provincia paquistaní de Karachi.

Además, el cambio climático amenaza la principal fuente de agua del Indo: los glaciares de la cordillera del Himalaya. Según los cálculos de International Centre for Integrated Mountain Development, entre el 30 y el 70% de los glaciares desaparecerá a finales de este siglo como consecuencia del aumento de las temperaturas. Otros estudios alertan de que los acuíferos en el área del Alto Ganges en India podrían agotarse entre 2040-2060, debido a la sobreexplotación.

Todo ello constituye, pues, un preocupante desafío para ambos países, especialmente para Pakistán, situado en la parte baja de la cuenca. Islamabad teme que Nueva Delhi utilice las presas y las centrales hidroeléctricas construidas a lo largo del río para dirigir y controlar el flujo del agua, una posibilidad que se acentuará a medida que las condiciones climáticas se vuelvan exigentes.

Por ello, la competencia por los recursos hídricos marcará en buena medida las relaciones bilaterales. Los modelos climáticos y las previsiones demográficas anticipan un preocupante horizonte temporal, por lo que no se puede descartar la posibilidad de que la rivalidad por el acceso al agua arrastre las ya de por sí complejas relaciones hacia un contexto más hostil.

Anticipar hasta dónde podrían escalar las tensiones resulta extremadamente complejo. Por una parte, las consecuencias de una guerra directa entre dos potencias nucleares podrían llegar a ser tan dramáticas que ninguno de los actores involucrados estaría interesado en traspasar ciertas líneas rojas. Se calcula que cada país cuenta con 150-200 ojivas nucleares.

Sin embargo, conviene tener presente, atendiendo a los antecedentes, que un conflicto armado entre India y Pakistán es una posibilidad factible. Desde la independencia, en 1947, los dos países han librado cuatro guerras, la última de ellas en 1999. En este tiempo, además, las escaramuzas y los atentados terroristas han sido frecuentes, especialmente en la región disputada de Cachemira. Por ello, no se debe menospreciar el riesgo de que una ausencia extrema de agua pueda ser la chispa que reactive nuevamente los enfrentamientos.

 

¿Un escenario inevitable?

Llegados a este punto cabe preguntarnos si los riesgos asociados a la falta de agua son inevitables. La respuesta no es sencilla. En el lado positivo, la humanidad ha demostrado a lo largo de la historia una formidable capacidad para desarrollar mejoras tecnológicas que han permitido superar las dificultades.

Una de las principales alternativas es la obtención de recursos hídricos mediante la desalinización del agua del mar, una industria que está registrando un crecimiento exponencial, impulsada por las innovaciones tecnológicas y el abaratamiento de los costes de la energía, gracias a las renovables.

También cabe destacar la constante mejora de la eficiencia en el sector agrícola, pues el aumento en la producción de alimentos ya no está asociado a la ampliación de la superficie cultivada, sino a las mejoras de la productividad y de las técnicas de riego.

Todas estas líneas de innovación abren una ventana de oportunidad para mitigar el reto del agua. Ahora bien, hay que tener presente que algunas de estas soluciones presentan obstáculos geográficos y económicos que impiden su despliegue a gran escala.

En cualquier caso, la economía mundial se dirige hacia un futuro paradójico. El agua seguirá siendo uno de los materiales más abundantes de la Tierra. Lloverá más; con mayor intensidad; pero de forma mucho más errática y desigual. En consecuencia, algunas regiones se asemejarán, cada vez más, a los distópicos mundos de Mad Max o de Dune. La realidad no tan lejos de la ficción.

Y, si se materializan los escenarios menos favorables, cabría preguntarse si existe algún otro riesgo que pueda amenazar la seguridad alimentaria, provocar distorsiones en la actividad económica, tensar hasta niveles extremos las costuras sociales, e incluso desencadenar disputas entre países. El agua es el bien más preciado que tenemos, aunque casi siempre lo olvidemos.