En la primavera de 2018, la Casa Blanca estaba preparándose para una cumbre entre Donald Trump y Kim Jong-un. En el edificio de la Oficina Ejecutiva, donde trabaja el personal de seguridad nacional del presidente de EEUU, uno de los asistentes de Trump me comentó con una tímida sonrisa: “Al presidente le gusta tratar cara a cara con líderes autoritarios”. Estaba claro que la debilidad que sentía Trump por los dictadores avergonzaba incluso a algunos de sus altos cargos. La idea no expresada en la Casa Blanca era que el propio Trump había introducido algunos hábitos de una dictadura en el corazón de la mayor democracia del mundo. La feroz retórica del presidente, su afición a los desfiles militares, su tolerancia con los conflictos de intereses y su intolerancia con los periodistas y los jueces son rasgos del “estilo del hombre fuerte” en política, que hasta hace poco se consideraba ajeno a las democracias maduras de Occidente.
Pero Trump estaba en sintonía con sus tiempos. Desde 2000, el auge de los líderes fuertes se ha convertido en una característica crucial de la política global. En capitales tan diversas como Moscú, Pekín, Nueva Delhi, Ankara, Budapest, Varsovia, Manila, Riad y Brasilia han subido al poder “hombres fuertes” hechos a sí mismos (y hasta el momento todos son varones).
Normalmente, esos líderes son nacionalistas y conservadores culturales con escasa tolerancia hacia las minorías, la discrepancia o los intereses de los extranjeros. En su país aseguran defender al hombre corriente ante las élites “globalistas”. En el extranjero se presentan como la personificación de sus naciones. Y allá donde vayan, fomentan un culto a la personalidad.
La era de los líderes autoritarios empezó mucho antes de que Trump llegara a la Casa Blanca, y después de él seguirá siendo un tema fundamental de la…