Para Europa, 1989 ha sido el año del renacimiento. Ha permitido al Viejo Continente reanudar su historia, y más aún, su futuro. Cuando en 1987, en pleno apogeo, Gorbachov abogaba por una Casa Común, no imaginaba que dos años más tarde, las dos Alemanias iban a formar Casa Común: agotada por una brutal hemorragia humana, la RDA se rendía ante las condiciones de la RFA y aceptaba el Anschluss.
En materia de migración, esta novedad trastorna totalmente el paisaje europeo. Para el “Este” es el final del aislamiento; en Occidente se descubre la existencia de una presión migratoria de la cual nunca se había hablado. Únicamente se evocaban las presiones procedentes del Sur. En 1989, la opinión occidental descubrió, con la caída del muro de Berlín, la enorme diferencia en las condiciones de vida entre las dos Europas. La RDA, la región más alfabetizada de Europa (con Escocia y Suecia) y centro del sistema comunista, había acumulado en cuatro décadas un retraso aún inconcebible: la fuerza de la corriente migratoria entre las dos partes de Alemania, da una idea del desequilibrio en las condiciones y estilos de vida; en 1991, a pesar de la reducción en la diferencia de salarios, estos movimientos persisten.
El pasado migratorio del antiguo bloque soviético es importante, pero desconocido. Desde 1946, una continua hemorragia afectaba a esta región del mundo. Sin embargo, no se hablaba de ello porque era un tema tabú, políticamente, en el contexto de una competición ideológica entre los dos sistemas, capitalista y socialista. Para los países del Este era una confesión de su fracaso: la emigración estaba prohibida; se consideraba como una traición, un crimen contra el Estado; en la lógica soviética se castigaba severamente la “complicidad” por emigración. Por…