Mientras no se produzca un desarme universal y generalizado, o mientras el mundo siga sin una autoridad reconocida y legítima por encima de los Estados, la defensa seguirá siendo una necesidad. Y lo correcto sería que esa necesidad se satisficiera de la mejor de las maneras imaginables: con una defensa adecuada, moderna, al menor coste humano y financiero posible. Desgraciadamente, el mayor obstáculo para que España disfrute de una defensa razonable y eficaz es, hoy por hoy, el mantenimiento a ultranza del servicio militar obligatorio.
Dos son, al menos, las razones para ello: Cuando se fuerza a una persona a hacer algo, es poco razonable esperar que lo haga con entusiasmo y que el resultado sea lo mejor que podría haberse obtenido. Y en eso, el servicio militar no es diferente. La recluta forzosa choca de frente con el reiterado sentir de la mayoría de los jóvenes y una gran parte de la población, quienes ven en la mili una pérdida de tiempo, en el mejor de los casos, o un duro y absurdo sacrificio personal, en el peor de ellos. En cualquier caso, la entrada en filas se produce en medio de una gran desmotivación, y la desgana de los reclutas repercute directamente en su nivel de rendimiento e, inexorablemente, en la moral de los mandos. El servicio militar obligatorio erosiona, así, la imagen social de la defensa y de las fuerzas armadas a la vez que se convierte en el enemigo número uno del espíritu militar.
En segundo lugar, el servicio en filas durante unos pocos meses (para muchos reclutas en una espera meramente vegetativa cuando no en funciones que nada tienen que ver con la defensa nacional), impide el grado de preparación psicológica, de entrenamiento físico, de adiestramiento técnico y de especialización, vitales para los ejércitos del…