El 2024 pasará a la historia como el año de la gran prueba de la democracia. Aproximadamente la mitad de la población adulta mundial, una cifra récord, ha sido llamada a las urnas en algo más de 70 países repartidos por todo el globo, desde Indonesia a Uruguay, pasando por la República Democrática del Congo. Aunque hoy en día la celebración de elecciones está normalizada (en la psique occidental, al menos), una concentración como la del presente año es una absoluta anomalía histórica, y ha sido posible gracias a la pulsión democrática que marcó la agenda política global del siglo XX.
No obstante, y aunque ejercicios electorales como el de 2024 parecen indicar lo contrario, la concepción de democracia sobre la que se ha construido la identidad de los países occidentales, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, y que se pretendió exportar sin adaptación y con cierta ingenuidad (o condescendencia), está atravesando una crisis de reputación. En este contexto, hay una pregunta que cobra un evidente protagonismo: ¿es la democracia el principal objetivo de las sociedades del siglo XXI o han surgido otras preocupaciones a las que se supedita?
La lucha por la influencia global de las grandes potencias gira, en el plano ideológico, en torno a esta cuestión. Para los países occidentales, el orden internacional basado en reglas (OIBR) es la primera línea de defensa de la norma democrática, asentada sobre el liberalismo y el respeto por la legislación internacional y la integridad nacional. Pero para países como Rusia o China, esta estructura enmascara la hipocresía de Occidente, que defiende la aplicación de dichas reglas únicamente cuando conviene a sus intereses. Así, sostienen que el mundo se beneficiaría del declive del poder estadounidense (y del resto de países occidentales), que debería quedar constreñido por el desarrollo de otros polos…