Si aparece la menor duda de que un Estado puede seguir vendiendo sus emisiones soberanas, el inversor tiende a deshacerse del papel que tiene en cartera de ese Estado. Éste cada vez tiene entonces más dificultades para colocar su deuda, retroalimentando la sensación de riesgo.
Al contrario de la crisis de las subprime de 2007-08, que tenía unos cuantos elementos novedosos, la más reciente de la deuda soberana en Europa viene a ser como la enésima versión de un tipo de crisis que se reeditan una y otra vez con bastante frecuencia. No hay que ir muy lejos en el tiempo, ni siquiera al siglo XIX, como hacen algunos. Los últimos 15 o 20 años han sido pródigos en este tipo de desastres financieros, desde Asia a México o Rusia.
El recorrido suele ser casi siempre el mismo. Un país confía en su credibilidad ante los inversores y no duda en forzar la máquina de la deuda: todo va bien hasta que un buen día sus acreedores empiezan a dudar de su capacidad para pagar, se retiran, y con ello, precipitan el default. De nada sirven las proclamas del gobierno afectado, argumentos que podrían resumirse en la siguiente sentencia: “nuestro país está en condiciones de pagar su deuda”. Y esto básicamente porque a los acreedores-inversores ese tipo de mensajes les suena a música celestial. La verdad es que ningún gobierno muy endeudado está normalmente en condiciones de pagar la deuda por sí mismo ya que carece en general de los fondos propios con que hacerlo.