Desde la caída del Imperio Otomano tras la Primera Guerra mundial, la civilización islámica árabe atraviesa una profunda crisis que solo habrá de resolverse desde dentro. Esta crisis es de carácter tanto político como religioso, y podría compararse a la vivida en Europa durante la guerra de los Treinta Años, que terminó en 1648 con la Paz de Westfalia. Estos supusieron la aparición de un nuevo sistema de Estados soberanos nacionales y, en el ámbito religioso, allanó el camino para la aceptación del principio cuius regio, eius religio, fijado por la Dieta de Augsburgo en 1555. A grandes rasgos, puede decirse que ambos instrumentos legales se han respetado en Occidente hasta hoy, excepción hecha del siniestro interludio totalitario del siglo XX.
Ni la aparición inesperada del que se ha autoproclamado nuevo Califato Islámico, ni las atrocidades que demuestran su poder e impiedad, ni su objetivo declarado de recuperar una edad del islamismo deberían ser considerados fenómenos nuevos en la historia del imperialismo y del posimperialismo. Que últimamente el debate en los círculos europeos y estadounidenses haya girado en torno a lo qué hacer (o no hacer) con respecto al Estado Islámico (EI) revela hasta qué punto, sorprendentemente, se ignora la Historia y se insiste en no reconocer las continuadas futilidades y fracasos de Occidente a la hora de imponer su voluntad más allá de sus fronteras. Este nuevo movimiento que llama a recuperar el poder perdido y la gloria pasada del islam es, en realidad –y por poco convincente que parezca esa aspiración–, la última etapa de la crisis que aqueja a la civilización árabe musulmana desde su desmembración tras la derrota del Imperio Otomano, la última manifestación política de un islam unido.
La vuelta al pasado
Nos repiten una y otra vez que para entender el presente debemos…