Ocho años atrás, en el número de julio/agosto de 2013 de Política Exterior, apareció la que fue mi segunda Carta de China, titulada “Increíble pero cierto: la velocidad del cambio”. El análisis detallado de la evolución del PIB de los principales países desde que Deng Xiaoping lanzó la reforma económica, en 1978, mostraba la sorprendente transformación de las balanzas económicas: el PIB de China, a precios de mercado, que no alcanzaba la cuarta parte del de Japón en 2000, lo había superado en 2010. El PIB de China era ligeramente mayor al de India en 1978 y lo cuadruplicaba en 2012 (hoy lo sextuplica). Y si en 1990 el PIB de la URSS, justo antes de su disolución, era tres veces mayor que el de China, en 2012 el de Rusia solo era una cuarta parte del de China (hoy es una décima parte).
En abril de este año, el Fondo Monetario Internacional publicó las cifras del PIB para 2020. Confirmó que la única gran economía que creció fue la de China, un 2,3%. La estadounidense se contrajo un 4,9%, la de la Unión Europea, un 6,4%, y la de la zona euro, un 6,8%.
Desde el comienzo del siglo XXI se han producido una serie de acontecimientos que han tenido un impacto mayor sobre la geopolítica global: el 11 de septiembre de 2001, los atentados terroristas contra Nueva York y Washington; el 11 de diciembre del mismo año, el ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC); el 15 de septiembre de 2008, la quiebra de Lehman Brothers, que desató la Gran Recesión; en 2019, Donald Trump comienza la guerra arancelaria y tecnológica contra China; y el año pasado, la pandemia. La diferencia entre el PIB de las dos grandes potencias ha ido reflejando estos…