Me ha costado sentarme a escribir este artículo con motivo del Día Internacional de la Mujer 2022. Me ha costado principalmente porque siento que ya hemos dicho todo lo que hay que decir, hemos explorado las opciones y hemos intentado superar los obstáculos a la representación política de las mujeres. Sin embargo, a pesar de los múltiples intentos, de las miles de asociaciones, de las protestas y de las nuevas medidas, Oriente Medio y el Norte de África (MENA) tiene los niveles más bajos de representación política femenina. Esta sombría realidad no se debe contemplar desde un prisma esencialista; no hay nada que convierta a las mujeres de esta región en incapaces o inadecuadas para el liderazgo político. Sin embargo, sí hay todo tipo de obstáculos que se interponen estructuralmente en su camino. Este artículo se fundamenta en décadas de carrera profesional dedicadas a hablar con mujeres activistas, líderes políticas y miembros de la comunidad universitaria que han intentado entrar en la esfera pública. He realizado trabajos de investigación en Irak, Siria, Líbano, Libia, Túnez, Yemen, Kuwait y Arabia Saudí, por citar solo algunos lugares, con mujeres que tienen experiencia en la vida pública y los asuntos políticos.
Los retos que ya conocíamos
Los países y sistemas políticos de la región mena son muy diferentes: encontramos desde monarquías hasta cuasi democracias, pasando por regímenes autoritarios, y cada uno de ellos tiene diferentes implicaciones para los derechos y la representación política de las mujeres. Aunque persista el fenómeno general de la marginación de las mujeres de la vida política, es importante escuchar las voces de la región y valorar las experiencias vividas por las mujeres. Por eso me centro en mi experiencia vital en Líbano y en mis años de investigación cualitativa con mujeres que han entrado en la vida política a través del sistema electoral oficial o de las esferas menos formales de movilización de base. Conocemos y hemos expuesto repetidamente los tres obstáculos principales a los que se enfrentan las mujeres.
En Líbano, el principal problema es que las políticas estatales y las estructuras nacionales están sesgadas a favor de los hombres, y no de todos los hombres, sino a menudo de los que tienen privilegios y relevancia histórica. Por ejemplo, los gobernantes son señores de la guerra que sostuvieron los 30 años de conflicto civil en el país y luego se autoamnistiaron y pasaron a gobernar con impunidad. La consagración de esta impunidad y de la no rendición de cuentas permitieron a la clase política oprimir violentamente a las mujeres durante décadas. Sus perpetradores idearon un sistema sectario de reparto del poder basado en la aquiescencia de unos pocos hombres que se proclaman a sí mismos líderes de las facciones. Para ello, sabotean el sistema electoral, compran votos y manipulan los distritos. El sistema es inaccesible para las mujeres porque los partidos políticos sectarios están organizados sin mucho rigor en torno al líder (zaim) que nombra a los guardianes y rara vez designa a una mujer para las elecciones. En los partidos sectarios tradicionales, las mujeres desempeñan tareas asistenciales, como organizar maratones, almuerzos y actos, y pocas veces participan en la toma de decisiones dentro de la formación. Esta designación simbólica se extiende a los asuntos del Estado, donde encontramos que las únicas mujeres que llegan al Parlamento o al ejecutivo están allí para aplicar medidas y programas de y por el zaim.
La actitud predominante entre los gobiernos y las organizaciones internacionales en la región –no solo en Líbano– ha sido intentar «empoderar» a las mujeres, lo cual significa demarcarlas como una especie de grupo segmentario incapaz y desempoderado en y por sí mismo. No es así como las activistas de la región enmarcan su lucha contra las estructuras y políticas discriminatorias. En realidad, las mujeres no son un grupo segmentado al que haya que capacitar, sino que lo que hay que cambiar son las estructuras y políticas que legalizan la violencia contra las mujeres. En mis investigaciones, las mujeres identificaban que el apoyo estructural por pertenecer a redes de solidaridad, tener esperanza en la política y confianza en unas buenas instituciones eran los requisitos previos para involucrarse en política. Del mismo modo, la falta de seguridad, la injusticia, la impunidad, la corrupción y el desempleo son estructuras que mantienen a las mujeres al margen de la política y la vida pública. A pesar de las dificultades económicas de las mujeres, que suelen formar parte del sector más precario de la mano de obra en todo el mundo y con ingresos mucho menores que los hombres, lo que las ayuda a salir adelante es su capital social y esto empieza en la unidad familiar Lo que hay que abordar es la división de roles en la familia, la economía no remunerada del cuidado y la carga de educar a los hijos. Las mujeres no necesitan que las aparten y les enseñen a hablar, como hacen con tanta frecuencia muchos programas tradicionales de empoderamiento femenino. Según una excandidata a las elecciones en Libia, «los hombres y las mujeres empiezan la carrera desde niveles totalmente diferentes, y esperar que las mujeres puedan competir en un entorno injusto y violento es una completa estupidez». Lo que también hemos aprendido de nuestro trabajo con las organizaciones de base para viudas en Irak es que el deseo de ser un personaje político es un lujo. «Las mujeres que consiguen entrar en campaña son privilegiadas, ricas, y tienen detrás una gran familia que las apoya. Nosotras, la gente normal que trabajamos para sobrevivir cada día, no somos las que llegaremos a estar representadas y ser escuchadas», me decía una amiga.
El segundo obstáculo que el marco teórico y empírico de los programas políticos no tiene en cuenta es el agotamiento y la desilusión. Las mujeres de la zona están exhaustas. La contrarrevolución que siguió a las protestas callejeras trajo consigo dictaduras militares y al grupo Estado Islámico después de la breve esperanza de los levantamientos árabes. En Líbano, los caudillos militares orquestaron uno de los peores colapsos económicos de la historia contemporánea que coincidió con la represión de las protestas populares y la propagación de la pandemia del Covid-19. «Cuando se produjo la explosión en el puerto de Beirut, pensé que algo podía cambiar, pero ahora, pasados 19 meses, no ha habido detenidos, los señores de la guerra han ganado. ¿Por qué iba a renunciar a mi carrera para dedicarme a la política? Prefiero dedicarme a mi vida», me confesaba la líder de un movimiento. Su voz resuena en toda la región. Las mujeres no tienen esperanza ni interés en la política porque los frutos de esta son predecibles, peligrosos y, casi siempre, deprimentes. Los regímenes represivos de Irak, Egipto y Siria han asesinado a los manifestantes pacíficos y los parlamentos han guardado silencio durante años, mientras se animaba a los violadores a casarse con sus víctimas para librarse de ser juzgados ante un tribunal. ¿Cómo esperar que las mujeres se rebelen si apenas consiguen llegar a fin de mes? La ausencia de sistemas políticos abiertos competitivos y la persistencia de la violencia a gran escala y la corrupción hacen que las mujeres se desesperen en vez de contraatacar.
El tercer y mayor problema todavía ausente de la agenda de empoderamiento político de las mujeres es la comprensión de las instituciones locales. Las instituciones nacionales reflejan las decisiones en lo que a relaciones de género y de poder se refiere. Una cuota como la que España estableció en 2007 muestra claramente un compromiso institucional y político con el fomento de la representación femenina. Las instituciones y los partidos dirigidos por antiguos caudillos militares que han transmitido el liderazgo a sus hijos, como es el caso de Líbano, no pueden ser el vehículo a través del cual las mujeres lleguen a la política. Los partidos políticos y las instituciones de la zona están dirigidos casi exclusivamente por hombres. Estos pueden reunirse a puerta cerrada o estar juntos hasta el amanecer. Las mujeres son excluidas, y si participan, se las relega a funciones marginales. En muchos países de la zona, los partidos políticos están prohibidos y, donde existen, no siguen procedimientos claros de selección de candidatos. Mi investigación muestra que las revueltas a gran escala producen cambios de mentalidad y son la chispa para que surjan nuevas instituciones más inclusivas para las mujeres. En las instituciones con criterios de candidatura claros y un sistema justo basado en la competencia, es más frecuente que las mujeres alcancen puestos directivos. Una activista de Siria me decía: «El fracaso de los levantamientos significa que volvemos a las viejas instituciones en las que las mujeres organizan las comidas y los almuerzos, mientras que los hombres son los que deciden qué constitución va a gobernarnos». Es el mismo sentimiento que expresaba una joven activista libanesa: «En las manifestaciones, marchábamos codo con codo, empezamos a crear grupos políticos en los que no se permitía el acoso, las mujeres podían hablar, y los papeles estaban cambiando hacia una mayor igualdad. Por supuesto, cuando prendieron fuego a nuestras tiendas y la ciudad estalló, la represión nos devolvió al pasado».
Un Estado débil pero profundo
Conocíamos estos obstáculos antes de que el Covid-19 llegara a Líbano y antes del colapso económico que vivimos actualmente. Ya he criticado en publicaciones y debates los actuales programas de empoderamiento político de las mujeres, que considero superficiales e inadecuados para los verdaderos problemas a los que nos enfrentamos. No soy la única que expresa esta preocupación, pero quizá en este momento en que Líbano está sumido en múltiples catástrofes simultáneas, esta sensibilización sea más necesaria que nunca. El Banco Mundial ha calificado al desastre de «provocado por el hombre», y este «por el hombre» no podría ser más apropiado, ya que sus causantes son los mismos hombres que se concedieron a sí mismos el indulto por los crímenes de guerra. Como era de esperar, la comunidad internacional dio su visto bueno a este acuerdo sectario para repartirse el poder, e incluso alentó su reproducción en otros lugares de la zona que son escenario de conflictos duraderos, como Irak, Libia y, seguramente, Siria. De este modelo de jefatura de los señores de la guerra y reparto sectario del poder vigente en Líbano desde hace más de un siglo ha surgido un Estado resiliente y permanentemente débil, pero también profundo. En lo que respecta a los derechos de las mujeres, el Estado es débil porque no puede ofrecerles protección. Antes bien, permite a los señores de la guerra tejer intrincadas redes de clientelismo en la sanidad, la educación y el empleo que favorecen a los hombres por encima de las mujeres en todos los aspectos de la vida pública.
El Estado es débil y está subordinado a la voluntad de los señores de la guerra y los patriarcas. Hasta 2017 la violación no fue declarada delito, y hasta 2020 no existía ninguna ley que protegiera del acoso sexual. En las próximas elecciones parlamentarias (mayo de 2022) no habrá una cuota de mujeres. El Estado no tiene control sobre su propia agenda, Líbano no cuenta con un código civil específico, y las vidas de los hombres y las mujeres se rigen por 19 códigos religiosos diferentes, algunos de los cuales permiten el matrimonio precoz, mientras que otros prohíben el divorcio.
La ausencia de sistemas políticos abiertos competitivos y la persistencia de la violencia y la corrupción hacen que las mujeres se desesperen
Pero el Estado libanés también es un estado profundo. El estatuto legal de las mujeres libanesas se rige por 19 tribunales religiosos diferentes que exigen que el padre o el marido sea el tutor. Las mujeres no votan en su lugar de residencia, sino en el de sus padres o maridos. Las mujeres no pueden casarse o divorciarse libremente, el matrimonio infantil es legal en algunas sectas y las víctimas de violaciones pueden ser obligadas a casarse con sus violadores. El Estado invoca profundamente el desorden y la discriminación en la representación política de las mujeres reforzando los estereotipos y fomentando la violencia en la esfera pública. El Estado libanés está debilitado por décadas de corrupción y el dominio de los señores de la guerra, pero también tiene una profunda influencia sobre el cuerpo de las mujeres, su movilidad y su acceso a la vida pública. Los ministros y diputados ridiculizan a las mujeres en las principales tertulias políticas; los hombres cuyo trabajo es proteger a las mujeres son los que normalizan el acoso sexual y su marginación. En este momento, miro afuera y no hay luces en Beirut. A pesar de la movilización tras la explosión en el puerto, ni una sola reforma ni un programa gubernamental han dado respuesta a la violencia masiva contra las mujeres, el desempleo y el aumento de las enfermedades. Las mujeres no pueden acudir al Estado en busca de protección, debido a leyes represivas que consagran la violencia y la represión. Al mismo tiempo, no pueden votar, trabajar, viajar, divorciarse o casarse sin que el Estado les otorgue el permiso a través de un sistema basado en la incompetencia, la impunidad y la corrupción que las obliga a estar sujetas al estatus legal de sus maridos o padres.
El agotamiento y la búsqueda de la solidaridad
En la actualidad, el tema protagonista entre las activistas de Líbano es el agotamiento. En un intento de acuñar el término «agotamiento político», lo defino aquí como aquel estado en el que las mujeres llevan una carga mayor de la que pueden soportar, caminando cuesta arriba mientras se enfrentan a amenazas diarias a su supervivencia. No se trata de un fenómeno exclusivo de Líbano, y quizá tampoco de la región mena. He hablado con activistas de India, Pakistán, Afganistán y Birmania, entre otros lugares, que dicen lo mismo. En palabras de una madre libanesa, «no podemos más, tememos por nuestra vida y no vemos luz al final del túnel». La autora estadounidense Rebecca Solnit ha escrito mucho sobre crear esperanza en la oscuridad. En su libro Un paraíso en el infierno habla de comunidades que se unen en la solidaridad en el peor de los desastres. Pero sus retratos captan momentos de gran emoción, momentos que vivimos como mujeres en los movimientos locales de recuperación tras la explosión del puerto de Beirut. Sin embargo, sabemos muy poco de lo que ocurre con las mujeres y las políticas relacionadas con ellas cuando hay un conflicto prolongado. Vemos que los compromisos con la representación política de las mujeres retroceden cuando las crisis son duraderas y se da legitimidad a los señores de la guerra para que representen a la gente y negocien en su nombre.
Por desgracia, la regresión al régimen de los caudillos en Líbano se acerca rápidamente. Han pasado 19 meses de la explosión del puerto de Beirut, y ni una sola persona ha tenido que rendir cuentas. En las próximas elecciones habrá más mujeres que se presenten al Parlamento, al igual que en los comicios de 2018. Aunque es la primera convocatoria electoral tras la revolución de octubre de 2019, no hay a la vista ninguna reforma electoral para controlar la compra de votos, la intimidación y la discriminación, y facultar a una comisión independiente. Es probable que veamos ganar a unas pocas mujeres, ya sean candidatas simbólicas presentadas por los señores de la guerra sectarios, o mujeres independientes que intentan sentar las bases de un sistema político más inclusivo. Sin embargo, ni las victorias simbólicas ni las más significativas servirán para mejorar la representación política de las mujeres si no hay un esfuerzo de creación con tres requisitos: uno, redes de apoyo solidario; dos, instituciones políticas responsables, democráticas e inclusivas; y tres, una política de esperanza en la que las mujeres puedan confiar y de la que quieran formar parte. Hasta entonces, en la oscuridad, queda la esperanza de buscar una forma de solidaridad cuando se ha gastado hasta el último aliento y el agotamiento nos empuja a las que quedamos a marcharnos, separarnos o retirarnos para reunir la energía necesaria y contraatacar./