Enrique VIII, el rey inglés que organizó el Brexit [salida de Gran Bretaña] de la Iglesia católica en 1530 (cuando el Papa le negó el permiso para divorciarse), era conocido por los banquetes pródigos y las ostentaciones de riqueza que hacía a lo largo y ancho de Europa para aumentar su influencia en el continente. Los viajes de David Cameron en estos últimos seis meses, en cambio, han sido más frenéticos que pródigos. Ha viajado a 27 capitales europeas, a veces en varias ocasiones, para tratar de conseguir un nuevo acuerdo para Reino Unido en la Unión Europea. Este proceso exhaustivo concluyó a mediados de febrero con unas negociaciones en Bruselas que se alargaron durante toda la noche y culminaron, con ojos rojos, en un anuncio durante el desayuno del 19 de febrero. Casi todas las partes que participaron en las últimas negociaciones se mostraron exhaustas a su conclusión. Al parecer, aguantar toda una noche es lo que el siglo XXI exige a sus líderes como prueba de sus dotes negociadoras. Cameron, en concreto, tenía que demostrar a los votantes británicos que podía luchar por sus intereses con la misma tenacidad aguerrida de la que hacía gala Margaret Thatcher.
Si bien el acuerdo alcanzado el 19 de febrero que permite a Reino Unido optar por no participar en “una unión más estrecha que nunca” no llegó todo lo lejos que a Cameron le habría gustado, era su deber anunciar que había sido un triunfo de la diplomacia y la estrategia. Su intención era reformar la UE, pero en la práctica solo logró una posible reforma de la relación de Reino Unido con la institución. El acuerdo era, a todos los efectos, un reconocimiento de la excepcionalidad británica, lo cual enfureció a otros Estados miembros. Cameron sostenía que las reformas (entre…