El 17 de febrero, el Parlamento de Kosovo declaró unilateralmente la independencia de esta pequeña provincia balcánica.
Habrá quien piense que con esta decisión se ha puesto fin a uno de los más sangrientos enfrentamientos de los últimos años del siglo XX, el que surge con la disolución de la antigua Yugoslavia. Que se trata del último capítulo de la larga serie de conflictos balcánicos que se inicia a principios de los años noventa, la más dramática de las consecuencias de la caída del muro de Berlín y de la desintegración del mundo bipolar en Europa. Sin embargo, es muy posible que esta decisión del Parlamento kosovar, de dudosa legalidad internacional, impulsada por un escueto pero influyente grupo de países occidentales que han considerado la independencia como la menos mala de las soluciones políticas a la cuestión de Kosovo, no haga mas que abrir la puerta a una nueva serie de problemas en la región europea más castigada por la historia.
La declaración de independencia es celebrada por los albano-kosovares como el inicio de su vida en libertad, lo que les permitirá afrontar los numerosos problemas que acosan al territorio. Sin embargo, ni la independencia será tal, ni tendrán la capacidad de enfrentarse solos a los desafíos que plantea su viabilidad como nuevo Estado. En realidad, la declaración de independencia provocará en casi todos los protagonistas de esta historia más insatisfacciones que anhelos cumplidos.
Serbia ha expresado su malestar con claridad. Resultaba ingenuo considerar que el triunfo del europeísta Boris Tadic en las elecciones presidenciales del 3 de febrero resultaría en una reacción moderada. La opinión pública serbia no puede asumir tanta derrota en tan poco tiempo. La independencia de Kosovo y el reconocimiento de la misma por parte de la comunidad internacional han sido considerados como una nueva humillación…