Una mirada al panorama incendiario de las relaciones internacionales basta para merecer una reflexión sobre todo aquello –valores, principios e ideas– que pudieran arrojar algo de luz sobre el presente y el futuro humanos. Si hay un aspecto de la vida de nuestra especie en el que parece cumplirse el aserto más oscuro de Heráclito, según el cual la guerra es el origen de todo, éste es el plano de las relaciones entre Estados. En las relaciones internas de algunas sociedades democráticas, la ley civil ha conquistado mucho espacio al odio y a la sinrazón pero, si Leviatán ha conseguido contenerse parcialmente frente a quienes considera ciudadanos, sigue mostrando el rostro más feroz en sus relaciones ad extra. Por esa misma dinámica siniestra todos los Estados, por muy civilizados que se consideren a sí mismos, se muestran implacables con el extranjero necesitado.
Las consecuencias de las guerras incesantes, con las que seguimos enfrentándonos a diario, las había enunciado modernamente Jean-Jacques Rousseau cuando afirma que el individuo, organizado en sociedades legítimas, se encuentra no obstante en una “situación política mixta” en la que el orden interno queda amenazado, cuando no quebrado, por el desorden externo. En El contrato social, escrito en parte para refutar las ideas cainitas de Thomas Hobbes, no tiene más remedio que, en este punto, darle la razón al politólogo inglés. Un orden establecido por leyes internacionales, carente de quien pueda garantizar su cumplimiento, no es para el ginebrino más que “una quimera peor que el estado de naturaleza: en éste se preserva la bondad del corazón humano que escucha sus mandatos; en el derecho de gentes no hay más respeto que el de la necesidad de sobrevivir”.
Para Rousseau la guerra, nefasta en sí misma por los estragos inmediatos que produce, tiene consecuencias demoledoras sobre el orden…