Desde que el 30 de julio de 1980 Israel proclamara la anexión de Jerusalén y su condición de capital, la ciudad se ha convertido en el mayor escollo para la solución de los dos Estados.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se abstuvo prudentemente de asistir a finales de junio a la reunión del comité central de su partido, el Likud (derecha nacionalista laica), para enviar al mundo el socorrido mensaje del líder convertido en funcionario: “Comulgo con lo allí acordado, pero soy antes jefe del gobierno que militante y, por tanto, no debo aprobar a mano alzada un programa que, entre otras cosas, incluye el derecho de los israelíes a construir o demoler en cualquier parte del suelo israelí y, por tanto, en Jerusalén, que el programa del Likud, como la casi totalidad del público, considera la capital definitiva e indivisible del Estado de Israel”.
Tal condición, que la comunidad internacional no reconoce (hasta el extremo de que prácticamente nadie, ni siquiera Estados Unidos, ha trasladado allí sus embajadas desde Tel Aviv) es el resultado por completo coherente de lo sucedido el 30 de julio de 1980, bajo el gobierno de Menajem Beguin, del Herut, antecesor del Likud. Ese día, como en una especie de tardío corolario de la borrachera bélica y política del gran triunfo militar en la guerra de los Seis Días (junio de 1967), el Parlamento israelí, invocando el indestructible vínculo de Jerusalén con “el pueblo judío”, proclamó la anexión de la ciudad, su reunificación y su condición de indivisible capital del Estado. Solo 20 días después, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emitió (14 a cero con la abstención de EE UU) su resolución 478 declarando nula de pleno derecho tal anexión, lo que apenas se menciona a la hora de abordar la…