POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 46

Japón y Asia, 50 años después del fin de la guerra

Los recuerdos de la guerra, el poderío financiero de Japón y la importancia de su mercado originan hoy una ambivalente actitud asiática.
Florentino Rodao
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El ejército japonés fue dueño y señor de toda Asia oriental durante poco más de tres años y medio. Su poder se extendió por este continente casi con tanta rapidez como se desvaneció en agosto de 1945; sin embargo, como consecuencia de sus efectos psicológicos y las fuerzas que desencadenó, más que por los daños materiales producidos, esos años marcaron un antes y un después en la que es hoy la zona más dinámica del planeta. La guerra de Corea, la civil china, la de Vietnam, las insurgencias en Indonesia, Malaisia o Filipinas han sido, de alguna manera, producto de la ruptura del orden colonial dominante hasta la irrupción del Japón militarista. Sólo Japón se ha mantenido libre de violencias.

El país que comenzó la guerra del Pacífico ha sido el primero en aparcarla en la historia: las hazañas y desastres militares, el recuerdo de los muertos y el recuento de los sufrimientos ya no son sino asunto de los especialistas. La propia responsabilidad del país, la particular de cada uno y la necesidad de mirar hacia el futuro determinaron ese deseo generalizado de echar tierra sobre el pasado y construir un nuevo Japón a partir de 1945.

Este tipo de golpes de timón impulsados desde arriba ha sido relativamente frecuente en la historia japonesa. Ya en el siglo XVII los problemas internos, causados en parte por los contactos con las naciones ibéricas, llevaron al shôgun Ieyasu Tokugawa a forzar con mano de hierro un nuevo país basado en el sometimiento al poder central. Más tarde, en el siglo XIX, el Japón Meiji nació una vez que las demostraciones de fuerza de los occidentales convencieron a las autoridades de que la mejor forma de salvar el país era acabar con la política de aislamiento exterior (sakoku) y aprender las técnicas de los hasta entonces enemigos. Tras 1945, Japón volvió a hacer una nueva revolución desde arriba: se implantó un sistema democrático, se renunció a la senda militarista y se acordó una reforma radical en la propiedad de la tierra. Para simbolizar este nuevo nacimiento del país, los japoneses propusieron concluir la era Shôwa, iniciada en 1926, y comenzar otra diferente desde el año 1, como se ha venido haciendo a lo largo de su historia.

Si bien se puede hablar de convulsión profunda, las bases para el funcionamiento de la sociedad japonesa permanecieron estables. Se produjo una evolución no traumática de la sociedad, a lo que contribuyó el carácter contemporizador de la ocupación norteamericana. Washington comprendió que había que ganar la guerra pero también la paz y una de las medidas más significativas de este espíritu fue la de mantener en el trono a Hirohito, eximiéndole de la responsabilidad que el propio emperador Shôwa había asumido en su primera entrevista con Douglas MacArthur. La benevolencia norteamericana fue algo inesperado para los japoneses: se pensaba que iban a torturar y masacrar a la población y, en cambio, la respetaron, cooperaron en lo posible para la reconstrucción del país y les dieron alimentos en los momentos más necesarios. Si la primera reacción fue de alivio, luego lo fue de entusiasmo. Además, al contrario que en Alemania, los aliados permitieron que los japoneses se hicieran cargo del día a día en el gobierno del país. Estados Unidos se ahorraba así personal, dinero y complicaciones. El general Hilldring resumió la idea afirmando, al poco de la firma de la rendición nipona: “exigimos que los japoneses se encarguen de poner su casa en orden, pero nosotros les diremos cómo hacerlo”.

 

La continuidad japonesa

Japoneses y norteamericanos vieron poco a poco que sus intereses mutuos podían llegar a ser complementarios. Los primeros no sólo agradecieron profundamente la posibilidad de seguir gobernando su propio territorio, sino que también comprendieron que Estados Unidos podía ser el país que mejor les proveyera de unas materias primas seguras y baratas, verdadero cuello de botella del desarrollo económico japonés en el período de preguerra.

EE UU, por su parte, pasó a percibir Japón no ya como un país cuya caída en la esfera soviética podía evitarse, sino como su mejor baluarte frente a la amenaza comunista en Asia oriental. Economía a cambio de seguridad fueron los términos de un contrato que difícilmente se hubiera dado si Japón hubiese sido ocupado por otro país o grupo de países. El Reino Unido, por ejemplo, nunca hubiera podido valorar del mismo modo el valor estratégico de Japón porque siempre tuvo muy clara la prioridad europea en su política de seguridad. En el plano económico, podía desear un Japón próspero, pero no tanto como para verse amenazado en sus propios mercados en Asia. Un despacho del representante diplomático británico a su ministro en junio de 1949 reflejaba ese temor a que los textiles y las manufacturas baratas japonesas invadieran de nuevo los mercados de la India y del Sureste asiático: “Queremos asegurarnos de que el movimiento obrero japonés se refuerce; de esta forma los productos japoneses nunca van a poder venderse en los mercados mundiales a precios con los que es imposible competir”.

Si la complementariedad de intereses entre Japón y EE UU nació bajo la ocupación (1945-53), tras la firma de la paz se convirtió en un matrimonio difícilmente disoluble, con múltiples ventajas tanto para Washington como para Tokio. La guerra de Corea y posteriormente la de Vietnam fueron auténticos acicates para la economía japonesa, mientras que las bases militares en su territorio se convirtieron en enclaves difícilmente sustituibles de la estrategia norteamericana hasta el fin de la guerra de Vietnam.

Junto a esos cambios en pos del nuevo Japón han estado de nuevo presentes las continuidades. Tenerlas en cuenta es tan importante como conocer los cambios ocurridos desde 1945, puesto que nos explican la base desde la que se partió: no sólo permitieron, sino que incluso favorecieron el auge del Japón de posguerra. El sorprendente dinamismo económico del Japón de los años cincuenta y sesenta, por ejemplo, tuvo un precedente claro en la década de los treinta: Japón fue el primer país en superar la crisis de 1929 –con tasas de crecimiento del cinco por cien a lo largo de todos esos años hasta el ataque a Pearl Harbor (1941)– mientras que EE UU no pudo recobrar hasta el final de los años treinta el nivel de producción anterior a la crisis.

El crecimiento económico japonés en esta década fue, además, cualitativo: del predominio de las industrias textiles se pasó al de las siderúrgicas y químicas. Es obvio que la guerra continua desde 1931, tras estallar el incidente de Manchuria, contribuyó en buena parte a impulsar el dinamismo de estos sectores, pero los pedidos bélicos no explican en su totalidad que el incremento en el índice de producción registrara un 24 por cien entre 1937 y 1944 en la manufacturación, un 46 por cien en el acero, un setenta por cien en los metales no ferrosos y un 256 por cien en la maquinaria.

Las fuerzas desencadenadas por la guerra fueron aprovechadas también en la paz, aunque su dirección cambiase hacia fines no bélicos. Los antiguos burócratas responsables de esos logros económicos permanecieron en sus puestos –muy pocos fueron purgados y, de éstos, la mayoría regresaron antes de finalizar la ocupacion norte­americana–, del mismo modo que se mantuvo la estructura de las instituciones que habían ejercido el control sobre las políticas industrial y comercial. La Agencia de Planificación Económica (Keizai Kikakuchô) establecida en 1954 era sucesora del Comité de Planificación (Kikakuin) fundado en 1937 con el estallido de la guerra en China, y el ministerio de Comercio Internacional e Industria (MITI), creado en 1949, no sólo se remonta al ministerio de Comercio e Industria anterior a la guerra (y denominado ministerio de Municiones entre 1943 y 1945), sino también a la semiautónoma Oficina de Comercio establecida en 1937 para reforzar el control desde el aparato central.

Los grandes conglomerados privados (zaibatsu) también pudieron despegar en la posguerra gracias a la fortaleza adquirida con anterioridad. En el sector del automóvil, por ejemplo, Honda es la única marca importante que ha nacido después de 1945; empresas como Toyota, Nissan e Isuzu prosperaron gracias a la legislación que apartó a Ford y a General Motors del mercado japonés de camiones para el ejército. Las raíces de la estabilidad que caracteriza el mercado laboral japonés, por otro lado, también se reflejan en las ordenanzas de tiempos de guerra, que prohibían cambios en el lugar de empleo sin autorización administrativa o establecían salarios fijos en un comienzo y definían sus incrementos a intervalos regulares.

La reforma agraria, uno de los logros principales de la ocupación norteamericana, se vio también facilitada por la evolución que durante la guerra había erosionado el poder tradicional de los terra­tenientes, a quienes las reformas introducidas con el sistema de racionamiento de 1941 –estableciendo el pago directo del Estado a los arrendatarios por sus productos– les privaron de la posibilidad de reclamar sus tierras, sus productos e incluso sus rentas. Por último, en algunos casos fue la ocupación la que impulsó procesos iniciados bajo la guerra, como el creciente poder de la burocracia.

Japón, pues, siguió siendo gobernado por los propios japoneses. Incluso cuando los norteamericanos intentaron introducir conceptos nuevos en su administración, la mayoría de las veces tuvieron poco éxito: así ocurrió con el intento de crear un Parlamento unicameral, que fue rechazado en beneficio del tradicional sistema bicameral, o con la creación de un poder judicial separado bajo el Tribunal Supremo. Quizá Hilldring hubiera hecho una afirmación diferente si hubiera esperado unos años.

 

La guerra racial

Las enseñanzas de la ocupación norteamericana permanecen bien presentes en el Japón actual; no obstante, la guerra del Pacífico también tuvo un contenido racial que tiende a olvidarse a tenor de la transformación vivida por Japón y de ese espíritu de cooperación que ha presidido las relaciones mutuas hasta hace pocos años. La guerra fue el punto más crítico de un conflicto, el racial, que nunca ha dejado de existir –el temor al peligro amarillo ha merodeado en la percepción de China o de Japón desde finales del siglo pasado– aunque normalmente permanezca subyacente. Si la lucha durante la Segunda Guerra mundial fue dura, el añadido del componente racial en Asia la hizo especialmente descarnada: fue, como la ha calificado John W. Dower, una “guerra sin piedad”.

Los odios y las crueldades fueron mayores que en Europa, porque al enemigo se le deshumanizó por completo, tanto por un lado como por el otro. La propaganda de entonces muestra que, si bien siempre existió la posibilidad de distinguir entre alemanes o italianos “buenos” y “malos”, no ocurrió así con los japoneses. Todos eran enemigos, e incluso fueron concentrados en campos de internamiento aquellos que habían vivido en EE UU durante generaciones. El desprecio racial se puede ver también en que la forma más normal de representarlos en la prensa popular era como monos u orangutanes, al contrario que alemanes e italianos, no acusados colectivamente: el ataque se centraba en Hitler y Mussolini. Con ello salía a la luz ese sentimiento de superioridad racial que aún de alguna forma predomina latente en la sociedad que considera a las culturas “de color” como inferiores, tanto física como mentalmente.

Ciertamente, los temores de la población japonesa antes de la llegada norteamericana no carecían de fundamento y los confirmaban la escasez de prisioneros –tanto por el fanatismo de unos como por el desinterés de los otros por capturarlos– y el recurso continuo a los bombardeos masivos desde marzo de 1945 (incluido el último día de la guerra, cuando el general Henry H. Arnold pudo cumplir su “sueño” de atacar Tokio con más de mil aviones).

Los japoneses también hablaron durante la guerra de su propia raza, la Yamato, como líder mundial, pero no hubo tal tinte de desprecio hacia la raza blanca, sino más bien de odio. Ese concepto de superioridad de la raza blanca estaba de alguna forma asimilado por los propios japoneses y lo demuestra el hecho de que su propio sentimiento de superioridad frente al resto de los asiáticos se basaba en ese mayor grado de identificación con Occidente. Además, los japoneses de entonces habían sido educados en esas teorías científicas predominantes durante el siglo pasado que aseguraban que la inferioridad racial nipona (y de todos los pueblos “de color”) era empíricamente verificable.

El contenido racial de la guerra en Asia (o guerra del Pacífico, o guerra de los Quince Años, o guerra nipo-norteamericana: pocos coinciden en Japón en la duración o el contenido del conflicto) permanece más latente en las zonas que fueron ocupadas por Japón. Sus habitantes, probablemente, olvidaron pronto esas referencias propagandísticas a la raza Yamato e incluso las frases de japonés aprendidas obligatoriamente, pero recordaron más tarde los eslóganes agitados en esos años: “la liberación de los pueblos asiáticos”, “el fin del dominio del hombre blanco”. Es más, difícilmente podrían olvidar la humillación que era para un hombre blanco ser abofeteado impunemente por un soldado japonés o la imagen de una familia llevándose su propio equipaje a los centros de internamiento, sin recibir ayuda de su antigua servidumbre.

Esta propaganda de carácter racial era simplemente un aspecto colateral de la lucha de Japón. Su Estado simplemente buscaba un mayor poder en el orden mundial al sentir que, como Alemania, su poderío político no era acorde con el económico. No fue un deseo nada especial: redistribuciones de cuota de poder han sido frecuentes en la historia mundial y la guerra hispano-norteamericana de 1898 había sido uno de los últimos casos. Japón simplemente pretendía sustituir a otro Imperio (británico, francés, holandés o norteamericano) por su propio dominio y, para ganarse la aquiescencia de los nativos, necesitaba diferenciarse de los antiguos dominadores, por lo que usó como instrumento el ataque al hombre blanco. De esta forma, Japón desencadenó las fuerzas del nacionalismo en Asia –o ayudó a desencadenarlas, porque en casos como el de Indonesia ya estaban presentes desde hacía años– y, después, éste siguió su propio curso como expresión del orgullo nacional y del olvido de la idea de la superioridad de la raza blanca.

Los japoneses demostraron, siquiera temporalmente, que el hombre blanco no era invencible ni superior, con lo que hicieron añicos la mística y las instituciones del colonialismo occidental, dramatizando su vulnerabilidad. En consecuencia, en el caso de las conquistas del Mikado, ha sido más importante la forma que el fondo: las derrotas de los ejércitos británico o francés tuvieron mas importancia por ser derrotados frente a los japoneses que por la misma derrota en sí. El carácter racial ha quedado como el más duradero.

 

Avances militares japoneses hasta mediados de 1942

Avances militares japoneses hasta mediados de 1942.

 

La nueva Asia oriental

Al analizar la experiencia de la ocupación nipona, los especialistas debaten entre las tesis de la continuidad o del cambio. La mayor parte prefiere afirmar que los años de la guerra del Pacífico fueron simplemente un paréntesis, enfatizando la continuidad de las sociedades asiáticas. Atenúa la importancia de lo ocurrido esos años el hecho de que los cambios fueron provocados desde fuera y más bien impuestos sobre una población que no expresó en un principio ni ánimo ni oposición.

Las tropas japonesas, por su lado, tampoco buscaron en ningún momento provocar un cambio social ni convulsiones radicales en la sociedad (tampoco tuvieron mucho tiempo para intentarlo), preocupándose principalmente de mantener el orden social y político en los centros urbanos. Los movimientos guerrilleros de oposición no fueron normalmente lo suficientemente importantes, excepto en China, como para provocar cambios sociales. Además, el fin del dominio japonés fue de alguna manera pacífico –al contrario que con Alemania– puesto que sólo Birmania, las Filipinas y algunas otras islas habían sido tomadas por los aliados antes de Hiroshima.

La tesis del cambio señala la importancia de Japón al destapar el tarro de las esencias que pronto o tarde tenían que derramarse. Asia ya no volvió a ser la misma. Se concedió una independencia ficticia a Birmania y a Filipinas y en China se acabó con los tratados desiguales del siglo XIX: pasos que ya difícilmente pudieron ser desandados. Se fomentó, además, la formación de ejércitos nativos anticoloniales que después formaron el armazón de algunos ejércitos nacionales luchando por la independencia. Si bien tras las bombas atómicas y la rendición japonesa, en lugares como Malaisia las tropas niponas permanecieron a cargo del orden y la ley y siguieron ejerciendo el poder hasta la llegada de los aliados, en Vietnam del Sur y en partes de Java lo entregaron a los guerrilleros nacionalistas, favoreciendo procesos de independencia que acabaron con la victoria de Ho Chi Minh o Sukarno. La política japonesa hay que percibirla también como de plazo largo, aunque nunca se pudiera llevar a cabo: intentaron que en un futuro las nuevas élites fueran pro-japonesas (más que nacionalistas), lo que condujo a una fuerte propaganda antioccidental, dedicando importantes fondos para ello.

Ya no pudo restaurarse la “paz colonial” de la preguerra, tan recordada después de la guerra en el Sureste asiático. En la pos­guerra, el enfrentamiento entre la Unión Soviética y EE UU fue especialmente intenso en Asia oriental y la guerra fría subió fuertemente la temperatura en China, Corea o Vietnam; al contrario que en Europa donde hubo un nuevo orden tras la caída del imperio alemán, Asia fue escenario privilegiado del enfrentamiento global. La irrupción de Estados Unidos en la región creó nuevos problemas a los viejos imperios coloniales puesto que aportó un nuevo punto de vista, producto de su propia experiencia como antigua colonia y trató que los imperios concedieran lo antes posible la independencia. Con ello, Estados Unidos seguía la política que se había fijado sobre la guerra del Pacífico de que la victoria no debía ser vista como un triunfo exclusivo del hombre blanco, pero creó también fuertes tensiones con sus aliados (principalmente con Francia) que le hicieron moderar su postura antes incluso del fin de las hostilidades.

Roosevelt llegó a pedir a sus aliados un plazo para el fin de las posesiones coloniales. Sus opiniones se suavizaron con el fin de la guerra y con la oposición frontal de aliados como Francia o Gran Bretaña a dejar sus territorios, pero de cualquier forma el apoyo a franceses y holandeses a restaurar su poder fue el mínimo y la defensa (soterrada o no) de la idea de sustituir las élites coloniales por las aborígenes ayudó en esa transformación y a esa desestabilización temporal de la región.

Pasado el tiempo, se vuelve de nuevo a esa paz colonial anterior a la guerra del Pacífico. Aunque esas esencias siguen de alguna forma destapadas, ya comienzan a estar definidos los nuevos ­tarros en los que debe estar cada una. Los nacionalismos ya no sólo consiguieron la independencia sino que se encuadran en organismos mutuos de cooperación y el enfrentamiento entre EE UU y la Unión Soviética es cosa del pasado. Los conflictos que permanecen son tradicionales: guerrillas luchando por una liberación nacional más o menos justificada, como los pueblos Karen en Birmania o el Fretilin en Timor Este; y conflictos de poder entre Estados, como el enfrentamiento histórico entre Tailandia y Vietnam que constituye una de las principales razones de la pervivencia de los jemeres rojos en Camboya.

Muchas de las heridas abiertas hace cincuenta años siguen sin cicatrizar. El recuerdo de las atrocidades cometidas entonces sigue apareciendo en los medios de comunicación y es sentido no sólo por aquellos que lo han vivido, sino por el conjunto de la población. Sólo en 1994 dimitieron dos ministros japoneses por afirmaciones en relación con la guerra. Shigeto Nagano, ministro de Justicia, declaró que la masacre de Nanking en 1937 fue “ficción”; Shin Sakurai, director general de la Agencia de Medio Ambiente, señaló que la ocupación japonesa en Asia ayudó a “popularizar la democracia”.

El debate en el Parlamento japonés sobre cómo cerrar el capítulo de la guerra ha sido muestra de lo vivo que sigue el recuerdo del pasado. La resolución aprobada el 9 de junio de 1995 expresando el “profundo remordimiento” por los sufrimientos inflingidos por Japón sobre sus países vecinos ha salvado a duras penas las diferencias entre la coalición de socialistas y liberales presidida por Tomiichi Murayama, con la oposición de cincuenta miembros del Partido Liberal Democrático, que se ausentaron de la votación.

 

El recuerdo de la ocupación japonesa

Las razones de que este recuerdo siga tan latente son muy variadas. Una de ellas es la ausencia de una catarsis en la sociedad japonesa semejante a la que se dio en Alemania; la culpa de los desmanes de la guerra se echó exclusivamente a los militares. Y si las naciones occidentales forzaron a Japón a entrar en guerra privándole de los suministros de materias primas, también es cierto que las victorias de los ejércitos japoneses en Manchuria en 1931, comienzo de las guerras de las que nunca se pudo o supo desembarazar Japón, fueron tremendamente populares. Otra razón para el recuerdo, obviamente, puede ser el deseo de compensación económica y Japón ha dado pasos en este aspecto, aunque siempre con el cuidado de evitar las compensaciones individuales alegando que ya se han pagado reparaciones de guerra a todos los países asiáticos excepto a China. La idea japonesa es un plan para gastar 100.000 millones de yenes a lo largo de diez años en diferentes proyectos tendentes a “promover los contactos humanos” en Asia. Entre ellos irían las subvenciones a las organizaciones que representan a las “esclavas sexuales” (ianfu), que serían en parte recogidas de donaciones particulares y de empresas por la Fundación de Mujeres para la Paz y la Amistad Asiáticas. Las relaciones entre Pekín y Tokio también permiten entrever la posibilidad de compensar económicamente por medio de concesiones japonesas a la renegociación de la deuda china.

Quizá Japón está pagando la culpa de las riquezas que acumula; probablemente, las quejas por los daños cometidos hace cincuenta años serían menores si no tuviera una renta per cápita tan alta. Sin embargo, el deseo de una compensación económica no puede explicar sino una parte de los sentimientos que sigue generando la ­guerra. Una parte de las víctimas del militarismo japonés necesitan, antes de morir, la admisión de haber sido agraviadas; y el daño a quienes, por ejemplo se vieron obligadas a trabajar en burdeles para el ejército ya no se puede solucionar con dinero, porque la vida de muchas mujeres ya no se puede reconstruir. Los disturbios antijaponeses provocados en Seúl hace unos meses tras afirmar el ministro de Asuntos Exteriores, Michio Watanabe, que el dominio de Japón en Corea entre 1910 y 1945 fue negociado “pacíficamente” con el gobierno coreano, tampoco se pueden explicar por la búsqueda de una compensación económica, como tampoco los planes en este mismo país de derribar el antiguo palacio del gobernador japonés simplemente para evitar el recuerdo de la ocupación.

Quizá para entender esta exacerbación de los sentimientos sea necesario volver al discurso racial, porque si bien en unos casos puede haber ayudado a olvidar el pasado, en otros puede haber servido para lo contrario. La diferencia con la guerra del Pacífico es que, si bien frente a Estados Unidos la lucha fue entre dos razas diferentes, la que se mantuvo en Asia fue entre miembros de una misma raza “inferior” asiática. Por ello puede resultar interesante comparar el vivo sentimiento antijaponés que sigue latente en países como Filipinas o China, después de cincuenta años, con el totalmente desaparecido sentimiento antinorteamericano en Vietnam, tras haber pasado veinte años del fin de las hostilidades. Parece que el tiempo es sólo uno de los factores que ayudan al olvido.

Las diferencias entre la ocupación norteamericana de Vietnam y la japonesa en Asia son importantes: los soldados norteamericanos fueron poco vistos en Vietnam –los que se adentraban en territorio enemigo era para arrojar bombas desde los aviones– y se puede decir que han sido perdonados, pero no olvidados o que, al fin y al cabo, la guerra acabó por la opinión contraria de la propia opinión pública norteamericana. Tampoco se pueden olvidar las semejanzas: tanto norteamericanos como japoneses cometieron un número de masacres que fueron más allá de los objetivos militares y en ambos lugares se puede hablar de colaboracionismo y de ­guerra civil solapada dentro del conflicto internacional, porque si en Vietnam los del Sur luchaban contra los del Norte, en China el ejército de Wang Ching-wei colaboró con los nipones y, en Corea, tras cuatro decadas de dominio japonés, no podía haber muchos opositores abiertos.

Aunque los imperios coloniales europeos se ganaron la aquiescencia de los dominados, no ocurrió así con el imperio japonés que, si bien ganó el territorio, no ganó los corazones. El elemento humano japonés, soldados de la más humilde condición social que salían por primera vez de su aldea, no podía ser el más apropiado para generar admiración como representantes de esa raza Yamato superior a los demás asiáticos. Los medios financieros tan precarios tampoco ayudaron; la decepción entre los habitantes de Manila ante la llegada de las los invictos soldados japoneses cuanto tomaron su ciudad fue grande, puesto que, en vez de llegar montados en tanques y conduciendo pesados armamentos modernos, llegaron en bicicleta. De alguna manera, se asumió la razón de fuerza de la ocupación, pero fue difícil que se reconociera a los escasamente cultivados soldados nipones un beneficio para la sociedad en general.

El sentimiento subyacente de superioridad de la cultura occidental y el de ascenso en la categoría social por la afinidad a ésta son unas coordenadas que también han de entrar en el análisis de estos proyectos. Siguiendo con las Filipinas, el medio millón de súbditos con alguna proporción de sangre hispana (mestizos, cuarterones) no podían asimilar fácilmente la idea de esa raza Yamato presuntamente superior; y precisamente esa cercanía a la cultura occidental les hacía mirar por encima del hombro a los soldados japoneses, aunque éstos fueran los que portaran las armas.

En el caso chino también había de ser difícil asimilar un gobierno japonés cuando no hacía excesivos años este país precisamente había sido vasallo del llamado Imperio Central, que consideraba al país del sol naciente como de segunda categoría. Se podía aceptar el dominio por un ser considerado superior, pero lo que de alguna manera resultaba inaceptable era que otro “inferior” desease colonizarles. La mentalidad asiática es clave para poder entenderlo.

Los recuerdos de la guerra, el poderío financiero de Japón y la importancia de su mercado originan hoy una ambivalente actitud asiática. La percepción de Japón que tienen los antiguos países ocupados está cambiando, del mismo modo que, en su comercio y en su política exterior, Tokio está reforzando sus relaciones con los países de la región. Una nueva era está comenzando en Asia oriental, marcada también por la sucesión de Deng Xiao-Ping en China, la futura unificación de Corea y la creciente capacidad de los países del Sureste asiático para controlar su propio destino. Permanecen muchas posibilidades de violencia, sobre todo en China, pero por primera vez las perspectivas optimistas superan a las pesimistas. Salir del tarro ha vigorizado las esencias.