En el siglo XXI conviven repúblicas y monarquías como formas políticas de Estado plenamente aceptadas entre las naciones democráticas, sin que pueda sostenerse, con un mínimo de rigor, que una monarquía parlamentaria necesariamente haya de ser una institución absolutista, incompatible con el Estado de Derecho, con la separación de poderes, con la soberanía popular o con el respeto a los derechos humanos. La calidad democrática se mide por baremos y parámetros de otra índole. Por ejemplo, los casos de Japón y España. Hoy, ambos países tienen en común ser democracias que se han dado a sí mismas monarquías de corte parlamentario-simbólico que coinciden en no reconocer más que una soberanía, la del pueblo, y donde Rey y Tennô (emperador) se deben por entero a la voluntad popular, con sometimiento riguroso a la Constitución, desposeídos de poder político y encumbrados a ser guardianes de la tradición y símbolos de sus respectivas naciones y pueblos. Y así continuará siendo mientras el pueblo así lo sienta, basándose sus lazos de unión en el afecto mutuo y el respeto institucional, mientras dure.
De lo divino a lo humano
Históricamente, el tennô ha alternado periodos de alejamiento del centro de poder sustantivo, retirado y al margen de su ejercicio, con otros periodos –tal vez los menos, aunque determinantes– en que ostentaba poder real o, mejor dicho, poder real imperial. Una primera etapa se situaría entre los siglos II al VII, caracterizada por la formación del Estado Federativo de Clanes, donde coexistían autoridades religiosas y políticas. Ahí surge el sintoísmo, que adopta como objeto de culto la dualidad de autoridades. Una segunda etapa, entre los años 607-947, es testigo del abandono progresivo de la duplicidad del poder hasta llegar a una reunificación del poder político en manos del tennô, mediante los códigos Ritsuryô: un sistema…