Desde hace casi 20 años Italia no sabe dónde está o qué quiere. Sin una reflexión nacional propia, serán los socios europeos y los atlánticos los que decidan la posición de Italia en el mundo. Roma se imagina a sí misma como uno de los cuatro grandes de Europa, junto a París, Berlín, Londres. Es una pena que ningún otro país europeo comparta esta autorrepresentación. Nuestra economía es comparable a la francesa y a la británica, y seguramente superior a la española, pero no por ello se nos considera una potencia determinante en el ámbito comunitario. Para eso se requiere ante todo tener una idea del interés nacional, y disponer de un aparato estatal eficiente, legitimado y autorizado. Y no por último, una clase política y burocrática con experiencia del mundo y ligada a los centros de poder europeos y mundiales.
Italia perdió la guerra fría. En los tiempos en que el mundo y Europa estaban divididos, gozábamos de algunas ventajas excepcionales gracias a nuestra situación. Ahora ya no. En primer lugar, éramos un país (casi) fronterizo con el imperio soviético. Por eso teníamos un papel tan importante para Estados Unidos y para nuestros socios atlánticos. En segundo lugar, la importancia geopolítica y geoestratégica de Italia había aumentado por el hecho de acoger al mayor partido comunista de Occidente, miembro muy heterodoxo del movimiento internacional originado en Moscú. De forma que la frontera –o mejor dicho, el telón de acero– atravesaba por completo nuestro país. En tercer lugar, en el corazón de nuestra capital hay otro Estado, o mejor aún, la potencia espiritual más importante del mundo: la Santa Sede. En el contexto del enfrentamiento Este-Oeste, la protección del papado era evidentemente un interés geoestratégico e ideológico fundamental.
Hoy las dos primeras condiciones han perdido importancia. Ya no existe la…