El pasado 7 de octubre, Israel fue víctima de un atentado terrorista de una magnitud sin precedentes. Tras un ataque masivo con misiles contra todo el sur de Israel, alrededor de 2.000 miembros de Hamás fuertemente armados entraron en territorio israelí y asaltaron bases militares y una comisaría de policía antes de apoderarse de unas 15 localidades, principalmente kibutz, alrededor de la Franja de Gaza. Allí llevaron a cabo matanzas sistemáticas y extremadamente crueles. El balance de este “Sabbat negro” fue terrible: más de 1.200 personas, en su mayoría civiles, hombres, mujeres y niños, fueron masacradas. Algunas comunidades fronterizas se vieron especialmente afectadas, como los kibutz de Beeri y Kfar Aza. Más de 250 personas, en su mayoría jóvenes, fueron asesinadas durante un festival de música.
Además, otras 240 personas fueron tomadas como rehenes en Gaza. Israel no había experimentado nunca una violencia tan masiva en un periodo de tiempo tan corto. A modo de comparación, entre 2000 y 2005, durante la segunda Intifada lanzada tras la desafortunada visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas, que dio lugar a acciones militares por parte de Israel así como a una campaña de atentados por parte de Hamás y otros grupos vinculados a Al Fatah, murieron 1.010 israelíes. En pocos días, a principios de octubre, la masacre superó esa cifra. La sociedad israelí sufrió un verdadero trauma, sobre todo porque se creía protegida frente a un ataque exterior de esta envergadura. Los terroristas de Hamás consiguieron neutralizar la “barrera de separación” con Gaza, formada por un muro de cemento, torres de vigilancia y sensores electrónicos, y desbordaron el sistema de defensa militar. Acto seguido, sembraron el terror durante largas horas antes de que llegaran refuerzos para desactivar a los atacantes.
La opinión pública
El desconcierto inicial pronto se vio acompañado de expresiones de cólera y desconfianza hacia un gobierno al que se acusaba de no estar a la altura de las circunstancias. También se denunció a los servicios de seguridad interior por haber subestimado los preparativos de Hamás para la ofensiva. En cuanto al efecto sorpresa y a la conmoción que experimentó la población, se puede establecer un paralelismo con la guerra de octubre de 1973. Entonces, Israel había construido una cadena de fortificaciones –la “línea Bar-Lev”– a lo largo del Canal de Suez tras la conquista del Sinaí en 1967, con fama de infranqueable. El día de Yom Kippur, los egipcios no solo cruzaron esa “línea Maginot”, sino que procedieron a conquistar parte del Sinaí, cogiendo a todo el mundo por sorpresa. Aunque el ejército israelí acabó repeliendo a los atacantes, el episodio fue lo suficientemente inquietante como para que al año siguiente se nombrara una comisión de investigación. Esta encontró deficiencias tanto en el plano militar como en el político, lo que provocó la dimisión de la entonces primera ministra, Golda Meir. Aunque hoy no nos encontremos ante un conflicto clásico entre dos ejércitos, sino ante una “guerra asimétrica”, las preguntas serán más o menos las mismas que en 1973. Llegará la hora de la verdad, y el primer ministro, en particular, estará en la cuerda floja; de momento, mientras dure la guerra, está a prueba. Para ampliar su base política, Netanyahu ha incorporado a su coalición al partido Unidad Nacional de Benny Gantz. Gantz, ex jefe del Estado Mayor, es miembro, junto con Gadi Eisenkot, también ex jefe del Estado Mayor, de un gabinete de guerra que incluye al ministro de Defensa, Yoav Gallant, al ministro de Asuntos Estratégicos, Ron Dermer, y al propio primer ministro. Este gobierno de guerra tiene un objetivo claramente declarado: eliminar a Hamás. Este objetivo, sin duda difícil de alcanzar, implica una campaña militar a gran escala, que combina bombardeos y una penetración profunda en las zonas urbanas de Gaza.
Antes del 7 de octubre, Israel estaba muy dividido por el proyecto de reforma judicial del gobierno. Sigue estándolo, pero ante el peligro que representa Hamás, el estallido patriótico es innegable. Los reservistas están respondiendo a la llamada, e incluso regresan del extranjero. La solidaridad nacional se expresó en la recogida masiva de alimentos y artículos de primera necesidad para los supervivientes de las localidades atacadas, así como para los 200.000 refugiados evacuados de las zonas fronterizas de Gaza y de la frontera norte. El apoyo a la participación en la guerra es masivo: el 63% de los ciudadanos judíos considera que la ofensiva militar debe conducir a la eliminación de Hamás de la Franja de Gaza (el 40% de los ciudadanos árabes comparte esta opinión). Además, el 58% de los judíos también cree que el ejército está utilizando una potencia de fuego demasiado limitada (el 51% de los árabes, en cambio, opina que el ejército utiliza medios excesivos). Otro dato interesante: mientras que el 78% de los judíos piensa que el ejército es eficaz, solo el 20% piensa que el gobierno lo es (cifras extraídas del Índice de la Paz de la Universidad de Tel Aviv, noviembre de 2023).
Como es lógico, el 80% de los entrevistados cree que el primer ministro debe aceptar su responsabilidad por la falta de preparación de Israel el 7 de octubre. Esto es así incluso para el 69% de los votantes del Likud. Aunque es demasiado pronto para saber qué repercusiones tendrá a la larga la guerra actual, los sondeos dan actualmente una clara ventaja a Benny Gantz, que cuenta con un 49% de los apoyos, mientras que Netanyahu obtiene solo el 28% (el resto se muestra indeciso). En el plano parlamentario, la coalición actual, en la que la extrema derecha tiene una fuerte presencia, vería caer su base de 64 escaños a 43, mientras que el partido de Gantz obtendría 40 diputados, frente a los 12 actuales (Times of Israel, 20 de octubre de 2023). El mapa político cambiará visiblemente tras el final de la guerra, pero es imposible predecir el alcance de la recomposición.
A pesar de los momentos tan difíciles que atraviesa Israel, es sorprendente comprobar que los israelíes se muestran muy confiados en su futuro colectivo. El 90% de los judíos (pero solo el 58% de los árabes) cree que su sociedad tiene capacidad de resistencia. El 72% de los judíos (pero solo el 27% de los árabes) se muestra optimista respecto al futuro del Estado de Israel. En este contexto, no es de extrañar que, a la pregunta “Si le concedieran la ciudadanía estadounidense o la de un país europeo, ¿se trasladaría a ese país o se quedaría en Israel?”, el 77% de los entrevistados se muestre a favor de permanecer en Israel (80,5% de los judíos y 59% de los árabes) y solo una minoría se marcharía (11% en total; 8% de los judíos y 26% de los árabes). Estas cifras muestran que el apego al Estado es especialmente fuerte. Aunque no es sorprendente que el 94% de los judíos se sienta parte del Estado, que el 70% de los árabes piense lo mismo es, a priori, menos evidente. Dentro del grupo árabe, aunque los cristianos y los drusos se muevan claramente en esta dirección (84%), también lo hace el 66% de los musulmanes. Por último, cabe añadir que, lejos de haber disminuido, el sentimiento de pertenencia a un mismo colectivo israelí se ha visto reforzado por la guerra actual, ya que en junio de 2023 solo el 48% de los árabes expresaba este sentimiento de pertenencia (Instituto de la Democracia de Israel IDI).
A pesar de los tiempos difíciles que atraviesa Israel, es notable que los israelíes tengan mucha confianza en su futuro colectivo. El apego al Estado es especialmente fuerte
El ‘método Netanyahu’ es un callejón sin salida
Si Israel fue cogido por sorpresa el 7 de octubre, es porque sus actuales dirigentes habían creído encontrar la mejor manera de abordar la cuestión palestina. La bipartición de facto entre Gaza y Cisjordania encajaba a la perfección en su plan. En Gaza se toleraba al gobierno de Hamás y se animaba a Catar a pagar los salarios de los empleados del sector público. Periódicamente, la situación de seguridad se deterioraba; Hamás o Yihad Islámico lanzaban misiles contra el sur de Israel, Israel respondía acto seguido con acciones militares lanzando bombas o incluso realizando incursiones en el enclave palestino y, al cabo de un tiempo, se acordaba un alto el fuego. Este escenario se repitió cuatro veces entre 2008 y 2021. Al mismo tiempo, en Cisjordania, Israel se contentaba con mantener una Autoridad Palestina debilitada mientras fomentaba el desarrollo de la colonización judía y hacía la vista gorda ante el extremismo cada vez más visible de los colonos. Esta política favorable a los colonos se reforzó aún más a principios de 2023 con el nuevo gobierno de Netanyahu, en el que al ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, líder de los sionistas religiosos, se le encomendó también la responsabilidad de la administración civil en Cisjordania. Se convirtió en el procónsul de los colonos, cada vez más seguros de su “derecho”. Las consecuencias no se hicieron esperar: aumentaron los incidentes violentos entre los palestinos, por un lado, y el ejército y los colonos, por el otro. Entre enero y principios de octubre, 217 palestinos y 28 israelíes fueron asesinados en Cisjordania, convirtiendo 2023 (incluso antes del 7 de octubre) en el año más violento desde el final de la segunda Intifada (2005).
La masacre del 7 de octubre hizo volar en pedazos esta “gestión del conflicto”, cuyo objetivo declarado, como afirmaba el propio Netanyahu, era mantener la división intrapalestina e impedir la creación de un Estado palestino. Pero, ¿qué lecciones se extraerán de este fracaso? Por el momento, Netanyahu ha indicado que Israel tendrá que asumir “la responsabilidad general de la seguridad en Gaza durante un periodo indefinido”, sin especificar lo que ello implica. Se han barajado varias hipótesis, desde la creación de zonas de protección militarizadas alrededor de Gaza hasta la instalación de una fuerza de intervención internacional. Pero en lo que respecta a la gobernanza de Gaza, las cosas siguen estando muy poco claras. Al final, este escenario no ofrece más que un nuevo método de “gestión del conflicto”, sin una solución efectiva. Pero es necesario trabajar para lograr ese objetivo.
El secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, así como el presidente francés, Emmanuel Macron, y muchos otros son conscientes de esta necesidad y han vuelto a referirse a la solución de los “dos Estados”. Se trata de una vieja idea que gozó de aceptación hasta principios de la década de 2000, pero que posteriormente desapareció de la agenda, con la oposición de la derecha israelí, denunciada por Hamás y abandonada por la comunidad internacional. Hoy solo tendría más posibilidades de convertirse en realidad si se alcanzara un nuevo compromiso internacional firme y colectivo, no solo por parte de Estados Unidos, sino también de la Unión Europea (UE) y los Estados árabes. Un objetivo así exigiría hacer lo contrario de lo que se ha hecho desde 2020 con los Acuerdos de Abraham, que condujeron a una normalización política de las relaciones entre Israel y cuatro Estados árabes (Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos) totalmente desconectada de la cuestión palestina. Arabia Saudí no estuvo muy lejos de seguir este camino, pero la guerra actual lo impide por el momento.
Sería bueno volver al espíritu de la iniciativa de paz presentada por el rey Abdalá bin Abdulaziz al Saud en Beirut en 2002, que vinculaba la normalización de las relaciones árabe-israelíes a la resolución de la cuestión palestina. Sin la palanca de la normalización condicional, que permitiría (eventualmente) influir en el gobierno israelí, parece poco realista imaginar que este aceptaría la creación de un Estado palestino (altamente desmilitarizado). Sobre todo, porque hay muchas incógnitas sobre la evolución política interna de Israel. Si bien Netanyahu está claramente debilitado, la derecha dista mucho de estarlo permanentemente. Al contrario, el ataque del 7 de octubre podría dar credibilidad a los nacionalistas extremistas que abogan por reforzar la política de hechos consumados y de colonización. Ya han determinado la conducta a seguir: la presión sobre los palestinos ha aumentado claramente y casi 140 palestinos han sido asesinados en Cisjordania en un mes (entre el 7 de octubre y el 7 de noviembre), ocho de ellos a manos de colonos.
En cuanto a Itamar Ben Gvir, ministro de Seguridad Interior, gracias a sus poderes ampliados de intervención sobre la policía, ha acelerado la entrega de armas a los ciudadanos israelíes, lo que beneficiará sobre todo a sus partidarios y corre el riesgo de hacer que estalle el clima de violencia latente. La idea de “transferir” a los palestinos más allá del río Jordán o al Sinaí también está siendo reavivada por algunos y transmitida a los más altos niveles del Estado. Un documento elaborado el 13 de octubre por el Ministerio de Inteligencia –que es más una fundación independiente que un verdadero ministerio– afirma que una de las tres opciones para la posguerra en Gaza es expulsar a la población del enclave y dirigirla hacia el Sinaí para que se establezca allí de forma permanente (+972 Magazine, 30 de octubre de 2023). El hecho de que semejante idea circule por los círculos oficiales, incluso en los que no tienen poder de decisión, alimenta inevitablemente el temor de los palestinos a una segunda Nakba.
En la izquierda, el desconcierto es profundo, sobre todo porque muchas de las víctimas de la masacre eran activistas por la paz, especialmente en los kibutz. La perspectiva de una coexistencia pacífica entre judíos y árabes ha sufrido inevitablemente un duro golpe. Algunos, sin embargo, tratan de afrontar el reto. Yair Golan, ex general del ejército, se ha vuelto popular por ayudar a escapar a varios jóvenes del festival de música del fuego de los terroristas de Hamás. Es un sionista de izquierdas, miembro del partido Meretz (actualmente sin representación en el Parlamento) que podría dar nuevo brío a la solución de los dos Estados. Pero está claro que, con una opinión pública maltrecha y traumatizada, será una tarea ardua.
Existe una gran incertidumbre sobre la evolución política interna de Israel. Aunque Netanyahu está claramente debilitado, la derecha dista mucho de estarlo definitivamente
Queda el amplio grupo del centro, encarnado por Benny Gantz y Yair Lapid, que propone una tercera vía, en general moderada, que implicaría reanudar el diálogo político con una Autoridad Palestina renovada (post-Abbas), reforzar la defensa del territorio nacional y una mayor severidad con los colonos más extremistas. Una política de pequeños pasos que al menos podría llevar a una cierta desescalada, pero que también corre el riesgo de resultar demasiado cauta y no estar a la altura de los retos del momento.
La masacre del 7 de octubre constituye un punto de inflexión importante que tendrá consecuencias duraderas para Israel, los palestinos y sus relaciones, pero decir con precisión cuáles serán esas consecuencias en este momento resulta sumamente difícil. Lo que es seguro es que la cuestión palestina ha resurgido de forma brutal y que, sin un acuerdo definitivo que tenga en cuenta los derechos nacionales de los palestinos y la seguridad de Israel, nunca habrá paz./