Si Israel ha tenido un principio inalterable en su política exterior, al menos hasta ahora, ha sido mantener a cualquier precio el apoyo bipartidista en EEUU y a la influyente comunidad judía, clave en estados como Nueva York, California y Florida en las elecciones, sólidamente a favor del Estado judío.

Esa estrategia, preservada contra viento y marea por Israel desde 1948, corre el riesgo de saltar por los aires por los esfuerzos –simultáneos y convergentes– de Donald Trump y Benjamin Netanyahu para politizar por ambiciones políticas –e intereses electorales coyunturales– una relación estratégica para Washington y de importancia existencial para los israelíes.

Según el Congressional Research Service, este año Israel recibirá 3.300 millones de dólares en ayudas militares y 500 millones más para su sistema antimisiles, lo que explica la prohibición por Israel de la entrada al país de dos congresistas demócratas –Rashida Tlaib, representante por Minnesota de origen palestino, y Ilhan Omar (Michigan), de origen somalí–, a las que Trump acusó de antisemitas. Netanyahu claudicó ante la presión de la Casa Blanca.

Trump no se detuvo ahí. Su insidioso comentario de que los judíos que votan a candidatos demócratas son “ignorantes o desleales a Israel y al pueblo judío” introdujo otra cuña entre la comunidad judía en EEUU.

Casi todos los miembros judíos del Congreso son demócratas, como también lo es el principal candidato de su ala izquierda, Bernie Sanders. La mitad de los miembros de la comisión Judicial de la cámara baja, que investiga las denuncias contra Trump, son judíos, incluido su presidente, Jerry Nadler.

Sin embargo, en su última visita a Washington, en marzo de este año, Netanyahu declaró que Israel nunca había tenido un mejor amigo en la Casa Blanca que Trump. Pero ni siquiera el traslado de la embajada…