La publicación por Benedicto XVI de una extensa carta sobre los escándalos de pederastia que han sacudido al clero, rompiendo así el pacto de silencio que prometió cumplir cuando renunció, ha desconcertado a los vaticanistas que creen que la Iglesia podría estar deslizándose a la bicefalia.
Quizá no exageran. La campaña conservadora contra el papa Francisco ha adquirido un cariz político por el apoyo de Steve Bannon, el exestratega político de Donald Trump, al gobierno italiano de la Liga y el M5S.
Bannon, que vive en Italia buena parte del año, ha comprado un monasterio en las afueras de Roma para impartir seminarios sobre liderazgo y la doctrina que define como nacional-populista. El hombre fuerte del gabinete italiano, el ministro del Interior, Matteo Salvini, se ha hecho fotografiar con una camiseta estampada con la imagen y el lema “Benedicto es mi Papa”, que insinúan que su renuncia no fue legítima.
Bannon y Salvini, además de esa actitud cismática, comparten una común animadversión a la inmigración islámica, que ven como una amenaza a la identidad cristiana de Europa. El papa argentino, en cambio, dice que lloró al ver las alambradas que separan Marruecos de Ceuta y Melilla.
En EEUU, un editorial del National Catholic Reporter (NCR) señala que con sus “interferencias”, Joseph Ratzinger está convirtiendo lo que debería ser una “vida dedicada a la oración en un pontificado paralelo”.
Llueve sobre mojado. En noviembre de 2016, desde su retiro vaticano, publicó una entrevista en forma de libro en la que defendía su pontificado. En mayo de ese mismo año en otra entrevista abordó el asunto de la misericordia divina, –¿casualidad?– cuestión a la que el Papa dedicó el año jubilar.
Esos episodios, que pueden parecer anodinos fuera del Vaticano, sientan delicados precedentes en una monarquía absoluta, que es…