La conferencia de paz sobre Libia (Palermo, 12-13 noviembre) resultó un fiasco como todas las anteriores para acabar con un conflicto recrudecido tras las elecciones de 2014, cuando el islamista Congreso General Nacional volvió a recurrir a las armas para evitar ser arrollado por el Parlamento de Tobruk.
Tampoco los esfuerzos anteriores de la ONU y Francia lograron mejores resultados. En último término, la explicación de esos sucesivos fracasos es simple: la falta de voluntad política de las partes, cuyo interés fundamental es repartirse el botín de las mayores reservas de crudo y gas de África. El caos y la violencia son la garantía de que podrán seguir explotando esos recursos sin casi injerencia exterior ni un gobierno sometido a controles parlamentarios e institucionales.
Los señores de la guerra libios viven rodeados de lujo, como muestran los vídeos y fotos de las redes sociales. Tras la eliminación del bastión de Dáesh en Sirte, las milicias tribales tienen pocos incentivos para unificarse en unas fuerzas de seguridad nacionales que restringirían sus negocios ilegales, entre ellos el tráfico de personas hacia Europa.
Y como ni Trípoli ni Bengasi pueden imponer su autoridad al conjunto del territorio, el statu quo anárquico y la partición de facto del país satisface sus necesidades inmediatas. Y quizá también las de largo plazo. Al sur, las milicias tuareg y tubú dominan el territorio sahariano, por lo que tampoco les interesa acabar con el vacío de poder existente.
En agosto, choques entre milicias rivales en Trípoli causaron 115 muertos y la destrucción de barrios residenciales por el fuego de morteros, lo que obligó a miles de familias a abandonar su hogar.
A las cumbres convocadas por Emmanuel Macron en París en julio de 2017 y el pasado mayo asistieron Fayez al Sarraj, líder desde 2016 del gobierno…