Cuando su ministro de Energía, Saad Sherida al Kaabi, anunció que el país abandonará la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) el 1 de enero, justificó la decisión con argumentos meramente técnicos y económicos.
El motivo es patente, de carácter eminentemente político. Doha esgrime que necesita concentrar sus esfuerzos en desarrollar sus campos de gas, los mayores del mundo.
El emirato es solo el undécimo productor de la OPEP, con 600.000 barriles diarios, el 2% de la producción de los 15 miembros del cártel. Pero en gas, Catar es un auténtico gigante: con 4,8 millones de barriles diarios (mbd), es el primer exportador de gas natural licuado (GNL) y el tercero por volumen de reservas, lo que hace su renta per cápita la más elevada del mundo. Por ello, a nadie extraña la causa real de su deserción: el boicot impuesto desde junio de 2017 por Arabia Saudí y sus socios del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), acusando al emirato de financiar el terrorismo e interferir en los asuntos internos de otros Estados.
La salida de Catar, un gesto simbólico pero de gran calado político, es la primera de un país árabe y solo una de las tres producidas en el cártel desde su fundación en 1960. La legendaria cohesión interna de la OPEP mantuvo incluso en su seno a Irak e Irán mientras libraban una guerra en la que se utilizaron armas químicas y provocó dos millones de muertos.
Irak tampoco abandonó la OPEP tras la invasión de 2003 aun con las presiones de Washington. Y hasta Irán y Arabia Saudí siguen negociando acuerdos en Viena pese a la dureza de su confrontación geopolítica en Siria y Yemen.
En una clara señal de que la tormenta no ha amainado en el Golfo, el emir catarí, Tamim…