La victoria de Rodrigo Duterte con el 39% de los votos en las elecciones en Filipinas del 9 de mayo es una nueva señal del ascenso en diversas regiones del mundo de “hombres fuertes” que capitalizan la frustración popular con el desempleo, el crimen y la corrupción. Como alcalde entre 1988 y 2009 de Davao, la cuarta ciudad del país (1,5 millones de habitantes) y la más importante de Mindanao, Duterte se hizo famoso por sus políticas de mano dura contra la delincuencia y que ahora promete aplicar a escala nacional para “liquidar en seis meses” a narcotraficantes y corruptos.
Así, no es extraño que los filipinos le conozcan como “el castigador”. Aunque Duterte se presenta como un “hijo del pueblo”, es hijo de un gobernador de la provincia de Davao (1959-65) y fue abogado y fiscal antes de entrar en política como diputado y asesor de seguridad del gobierno. Durante su gestión municipal devolvió la tranquilidad a una ciudad conocida hasta su llegada por la delincuencia y la presencia de islamistas violentos.
Pero su fórmula, que proclama con un lenguaje demagógico y lleno de exabruptos, promete violaciones constantes de los derechos humanos. Cuando Amnistía Internacional denunció un millar de ejecuciones extrajudiciales cometidas por escuadrones de la muerte en Davao, Duterte replicó que la cifra real era en realidad el doble. Algunos analistas señalan, sin embargo, que ese tipo de declaraciones forman parte de su construcción de una imagen pública de matapang (valiente en tagalo) que se contradice con sus políticas sociales a favor de la igualdad de oportunidades en la administración pública y que han sido replicadas en otras ciudades del país.
Lo cierto es que sus excesos –solía pasear por Davao en moto con una pistola al cinto– han conquistado a un sector considerable del electorado que no…