La remodelación del gabinete ministerial de la presidenta chilena, Michelle Bachelet, en la que incluyó la salida de su “hijo político”, el ya exministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, ha sido solo el primer paso de su gobierno para recuperar la iniciativa política después del grave daño infligido a la clase política por los casos de corrupción que han implicado a empresas como Penta o SQM, que aportaban dinero a los partidos políticos pagando honorarios por servicios inexistentes, justificados con facturas falsas y que además se usaban para rebajar impuestos.
La presidenta –cuya aprobación ha caído por debajo del 30% al verse su hijo mayor, Sebastián Dávalos, involucrado en un caso de tráfico de influencias– incluso ha recuperado su promesa de campaña de iniciar un proceso constituyente para sustituir la actual Carta Magna, heredada de la dictadura.
La agenda de reformas incluye 14 medidas administrativas que entrarán en vigor en las próximas dos semanas y 16 proyectos de ley, entre ellos una nueva ley de partidos políticos, una reforma para dar mayor autonomía al Servicio Electoral (SERVEL) y la tipificación y sanción de los delitos de corrupción y cohecho. El problema para Bachelet es que su capital político para emprender ese proceso de regeneración ha quedado muy mermado.
Pero el riesgo del inmovilismo era mayor, por lo que Bachelet no tenía más remedio que intentar combatir con reformas institucionales la desafección popular con el sistema político. Si Chile estuviera creciendo al 7% con un desempleo en torno al 4%, mucha gente no tendría ganas –ni tiempo– para indignarse con las noticias sobre cómo el dinero ha corrompido la política. Aunque ahora que la economía se ha frenado (creció un 1,9% en 2014), los escándalos de corrupción parecen dominar todo el debate público.
Bachelet ha decidido coger el toro…