El capital político que ha ganado Barack Obama en América Latina con el deshielo con Cuba corre el riesgo de esfumarse después de que la Casa Blanca calificara a Venezuela de “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad de Estados Unidos” en el peor momento posible: a las puertas de la Cumbre de las Américas, en la que la presencia del presidente cubano, Raúl Castro, por vez primera en una cita hemisférica, iba a permitir reformular las relaciones interamericanas.
Aunque las frases utilizadas para justificar las sanciones a siete alto funcionarios del régimen chavista fueron un formulismo legal, su evidente desproporción –el presupuesto de defensa de Venezuela es inferior al 1% del de EE UU– ha sido contraproducente. De momento le han permitido a Nicolás Maduro recabar la solidaridad regional, desviar la atención de los problemas económicos y aumentar sus poderes para gobernar por decreto en materia de seguridad.
Obama parece haber concluido que utilizar a Venezuela para aplacar a los halcones republicanos era un precio razonable a pagar a cambio de su colaboración en asuntos mucho más urgentes para la Casa Blanca. Pero ese cálculo no se habría producido si las propias organizaciones regionales –desde la OEA a la Unasur, la Celac y Mercosur– no hubiesen demostrado su inoperancia para frenar la deriva autoritaria del gobierno de Caracas, reflejada en la persecución y encarcelamiento de opositores –políticos, empresarios, estudiantes…– y la concentración y el abuso del poder y los medios de comunicación.
De hecho, varios expresidentes y personalidades regionales han expresado su preocupación por la pasividad –e impotencia– de los organismos multilaterales, que en teoría deberían defender y promover la democracia. En lugar de ello, se han convertido en organizaciones cuya principal misión parece ser proteger los privilegios soberanos de sus países miembros ante…