La disolución de la nunca bien avenida coalición del primer ministro Benjamin Netanyahu ha abocado a Israel a nuevas elecciones, previstas para marzo de 2015, de las que lo más probable es que salga un gobierno monocolor y aún más escorado a la derecha, con apoyos de los partidos ultraortodoxos y el movimiento de colonos en los Territorios Palestinos Ocupados.
El detonante de la voladura de la coalición fue el proyecto de Netanyahu de una ley fundamental, que solo puede ser modificada por mayoría absoluta en la Knesset, que consagraría a Israel como un Estado en el que solo los judíos tengan derechos “nacionales”, relegando a las minorías árabe y drusa a una ciudadanía de segunda clase y eliminando el árabe como lengua oficial.
Tras su aprobación por el gabinete, el inicio del trámite parlamentario desató fuertes críticas, incluidas las del presidente israelí, Reuven Rivlin. Al final, provocó el desmarque definitivo de ministros clave como Yair Lapid, de Yesh Atid, y Tzipi Livni de Hatnuah y el fin anticipado de la legislatura.
Dado que Israel no tiene una constitución en la que pueda figurar el carácter judío del Estado, sus promotores defienden la ley como único modo de evitar que los judíos se conviertan algún día en una minoría en el territorio que va del río Jordán al Mediterráneo. Se trata, en cualquier caso, de una medida superflua, dado que tanto las Naciones Unidas, ya en el plan de partición de 1947, como la declaración de independencia de Israel han establecido esa condición como una realidad incontrovertible, por otra parte reflejada en todos los símbolos del Estado, desde la bandera al himno nacional.
Ahora la votación en la Knesset tendrá que esperar a la próxima legislatura, en la que no parece que vaya…