En circunstancias normales, el anuncio de la fecha de las elecciones presidenciales en Siria, el 3 de junio, habría pasado casi desapercibida tras cuatro décadas de autocracia dinástica. Pero cuando ya se acumulan más de 150.000 muertos desde el arranque del conflicto, en marzo de 2011, casi tres millones de refugiados en los países vecinos y otros 6,5 millones de desplazados internos, la noticia roza lo grotesco.
Con un país despedazado por la violencia, el proceso no tendrá mínimas condiciones de seguridad. Algunas zonas del país se mantienen bajo el control más o menos firme del régimen de Bachar el Asad –la región costera mediterránea y Damasco–, pero otras siguen en manos de diferentes grupos rebeldes, especialmente las provincias del sur y del este y diversos enclaves cercanos a las fronteras con Turquía, Irak, Jordania y Líbano.
Todas las comunidades sirias se han desangrado en el conflicto. Al menos uno de cada cuatro cristianos, que representaban el 8% de la población en 1992, ha abandonado el país desde que comenzó la guerra. Los vínculos intercomunitarios han quedado tan destrozados como sus ciudades. El régimen sigue bloqueando las ayudas humanitarias a cuatro millones de sirios, en abierto desafío a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU.
Las condiciones que impone la vigente Constitución de 2012 –que estipula que cualquier candidato debe contar con el apoyo por escrito de al menos 35 parlamentarios, haber residido en el país durante los últimos 10 años y no tener una nacionalidad distinta a la siria–, eliminan automáticamente de la carrera electoral a todos los representantes de la oposición.
La Coalición Nacional de Fuerzas Opositoras (CNFO) ha calificado de farsa la convocatoria. Hasta el enviado de la ONU, Lajdar Brahimi, la considera un obstáculo para las negociaciones de paz, en las que ya…