La última vez que Rusia acogió unos juegos olímpicos, los de Moscú en 1980, la influencia mundial de la Unión Soviética estaba en su apogeo. En el interior, el mesianismo de la ideología comunista y la condición de superpotencia de la URSS compensaban de alguna manera las penurias de la vida cotidiana de los rusos.
Pero tras la desintegración del imperio soviético, Rusia se quedó sin una narrativa nacional que diera cohesión y un sentido de propósito al país. En 2013, una encuesta reveló que un 42% de los rusos pensaba que no tenían nada de lo que sentirse orgullosos, frente al 35% de 2005. En un discurso pronunciado el pasado septiembre, el propio Vladimir Putin reconoció que la falta de confianza en el futuro era uno de los principales problemas de Rusia, pero se mostró convencido de que los Juegos Olímpicos de invierno en Sochi actuarían como un “revulsivo psicológico”, al proyectar al mundo una imagen renovada de Rusia y de su voluntad de resucitar su antigua grandeza.
El balneario sobre el mar Negro es, en ese sentido, una versión moderna de una “villa Potemkin”: los pueblos de cartón piedra que construyó a lo largo del río Dniéper el gobernador de Crimea, Grigory Potemkin, en el siglo XVIII.
El objetivo de Potemkin era convencer a su amante, la emperatriz Catalina la Grande, de que reinaba sobre un pueblo feliz y próspero y no sobre una población de campesinos sometidos a una servidumbre medieval.
Los 50.000 millones de dólares invertidos en los juegos equivalen a todo lo que gastó el país en 2013 en educación y al 80% en sanidad. Pero un artificio es siempre un espejismo. La dependencia de la economía rusa de las materias primas es mucho mayor que en los tiempos soviéticos: el petróleo y el gas…