Brasil celebró la obtención del Mundial de Fútbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016 como la gran oportunidad de poner en el escaparate global sus indudables éxitos económicos de la última década, en los que casi 40 millones de personas han salido de la pobreza para integrarse en la clase media. El desempleo es hoy del 4,5%.
Pero las multitudinarias manifestaciones de protesta de las últimas semanas han puesto en evidencia que las celebraciones fueron prematuras. El Movimento Passe Livre, que articula la protesta y se define “horizontal, apolítico y apartidario”, ha logrado la mayor movilización social en el país desde 1992, cuando los disturbios callejeros provocaron la caída del gobierno de Fernando Collor de Melo. En la Folha de S. Paulo, la columnista Eliane Cantanhede apuntaba: “Hemos pasado del oasis brasileño a [la plaza cairota] de Tahrir. No salimos de nuestro asombro”. Las protestas estallaron por una subida de unos 10 centavos de dólar en los pasajes de los autobuses paulistas (hasta 1,57 dólares, un 20% más, después anulada por las protestas), pero pronto fue evidente que sirvió como detonante de la indignación de los brasileños con muchos otros asuntos.
Uno de ellos, y no el menor, son los enormes gastos –unos 31.300 millones de dólares para el Mundial y las Olimpiadas (1,26% del PIB)– en los que ha incurrido el Estado para acoger esos megaeventos deportivos.
El exfutbolista y hoy diputado federal por Río de Janeiro, Romário da Souza, lo explicó: “Solo el dinero invertido en el estadio de Brasilia podría haber servido para la construcción de 150.000 viviendas, 8.000 nuevas escuelas, autobuses escolares y 28.000 canchas por todo el país. Es una vergüenza”. Cuando Brasil fue elegido sede del Mundial, el presupuesto para el torneo era de unos 10.454…