INFORME SEMANAL DE POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 830

#ISPE 830. 18 febrero 2013

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La prueba nuclear norcoreana del 12 de febrero ha provocado las habituales condenas de la comunidad internacional, pero, en realidad, nada sustancial ha cambiado –ni para mejor ni para peor– en la situación de seguridad de la península coreana y de su entorno inmediato. La principal incógnita es si en esta tercera explosión subterránea, de unos 6-7 kilotones y que provocó un seísmo de grado 5 en la escala de Richter, se empleó plutonio, como en las de 2006 y 2009, o uranio, lo que significaría que Pyongyang está enriqueciendo uranio, agravando las amenazas de proliferación. El uranio enriquecido es más difícil de detectar y, por tanto, más fácil de exportar. Según estimaciones preliminares, la prueba fue dos veces más potente que la anterior. Si el régimen ha podido miniaturizar una cabeza nuclear, como dice, el dispositivo podría colocarse en un misil balístico.

Sobre las motivaciones políticas del líder norcoreano, Kim Jong-un, solo se pueden hacer conjeturas, aunque no es casual que la prueba se produjera pocos días antes de la toma de posesión de la nueva presidenta surcoreana, Park Geun-hye, y del discurso anual ante el Congreso de Barack Obama. Lo único que queda claro es que Pyongyang está decidido a seguir adelante con su programa nuclear para demostrar que si bien Corea del Sur puede ser más rica (el PIB per cápita surcoreano multiplica por 17 el norcoreano), el poder militar –y por tanto la capacidad de chantejear a Seúl– es suyo.

La bomba permite a Pyongyang contar con un poderoso instrumento disuasorio y una baza de negociación para obtener materias primas, energía y alimentos con los que paliar las necesidades de su depauperada población. Corea del Norte no tiene todavía un arma nuclear operativa, pero la última prueba subterránea y el lanzamiento del cohete Unha-3…

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