La sobrecogedora serie de HBO sobre la catástrofe de 1986 en la central nuclear de Chernóbil ha sido un éxito mundial, entre otras cosas, por el asunto medular sobre el que gira la trama: la mentira como instrumento político.
La institucionalización de la mentira, como muestra la tragedia de la ciudad ucraniana, terminó destruyendo la confianza pública en el Estado. El desastre convenció al último secretario general del PCUS, Mijail Gorvachov, de que las reformas económicas de la perestroika serían insuficientes sin la glásnost (apertura), y que si el Kremlin comenzaba a decir la verdad, el sistema permanecería intacto. Pero era ya demasiado tarde.
Pocos años después cayó el muro de Berlín y la propia Unión Soviética desapareció. Como revelan Svetlana Aleksiévich en Voces de Chernóbil y Serhii Plokhy en Chernobyl: The history of a nuclear catastrophe, desde el primer momento una densa capa de mentiras y falsedades envolvió el accidente. La cadena de mentiras se extendió hasta el vértice de la pirámide del sistema: el politburó del comité central del PCUS.
Escena tras escena, los apparatchiks soviéticos minimizan el problema y mienten urbi et orbi. “La verdad no existe”, llega a decir Anatoly Dyatlov (Paul Ritter), el ingeniero que supervisó la prueba de seguridad que condujo al desastre nuclear y que fue condenado a 10 años de cárcel, de los que cumplió tres.
El régimen convertía en verdad todo lo que convenía al partido, una fórmula que funcionó durante mucho tiempo. Hasta que dejó de hacerlo. Las mentiras terminan enredando a quienes las urden. Los errores humanos que condujeron al desastre –medidas preventivas que no se tomaron, evaluaciones técnicas que no se hicieron e informaciones que las víctimas nunca recibieron– fueron ocultados para no perjudicar el sistema. Sucedió lo contrario. La propaganda política y la ortodoxia ideológica sirven de…