El Louvre, el Smithsonian de Washington o el British Museum, entre otras grandes instituciones museísticas mundiales, han considerado la destrucción del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro un acontecimiento “trágico e irreparable”, que recuerda al mundo la fragilidad del patrimonio de la humanidad.
El incendio volatilizó en pocas horas 20 millones de piezas, reliquias y registros de 200 años de historia antropológica, arqueológica, artística y científica brasileñas.
Los museos de historia natural funcionan como una infraestructura global porque intercambian para su estudio colecciones y millones de especímenes catalogados por científicos e investigadores a lo largo de los siglos. Por ejemplo, el Museo de Historia Natural de Berlín perdió en el incendio de Río 400 ejemplares únicos de arañas y escarabajos.
La candidata a la presidencia Marina Silva ha equiparado la pérdida a una “lobotomía de la memoria brasileña”. No exagera. Para un país con solo 500 años de historia, las consecuencias de la desaparición del mayor museo de historia natural de América Latina solo son comparables a las que sufrió el mundo antiguo tras el incendio de la Biblioteca de Alejandría.
El museo, fundado en 1818 por el rey de Portugal João VI en el palacio de São Cristóvão, residencia de un rey y dos emperadores, era la más antigua institución cultural y científica del país, además de escenario de hitos de la historia nacional como la firma de Pedro I de la declaración de independencia en 1822. Entre sus tesoros perdidos para siempre había momias y sarcófagos egipcios y suramericanos, frescos de Pompeya, esqueletos de dinosaurios y una amplia colección de arte nativo suramericano –máscaras, tocados de plumas…– desde tiempos precolombinos a la actualidad.
Una de las mayores pérdidas en las colecciones antropológicas ha sido un esqueleto de mujer de 11.500 años: el de Luzia, los…