Los conflictos entre las monarquías suníes del golfo Pérsico han tenido siempre un aire de familia. Todas sus dinastías reinantes –Al Saud (Arabia Saudí), Al Sabah (Kuwait), Al Thani (Catar), Al Khalifa (Bahréin), entre otras– tienen su origen en la región de Nedj en la península Arábiga, desde donde migraron hace generaciones a diversos enclaves en las costas del Golfo.
Sin embargo, nunca dejaron de obedecer ciertas normas no escritas, como respetar la preeminencia de los Al Saud, custodios de las sagradas mezquitas de La Meca y Medina. La descolonización convirtió los emiratos recién independizados en Estados soberanos, pero solo en teoría. La creación, en 1981, del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG: Arabia Saudí, Kuwait, Catar, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Omán) cambió poco la pleitesía de facto de los países más pequeños a Riad, el gran hegemón de la península.
Catar nunca se resignó a su sometimiento. Y ahora –con el bloqueo que le han impuesto algunos de sus socios del CCG por su presunto apoyo al terrorismo–, está pagando el precio de esta insubordinación. En 1988 su primer soberano, abuelo del actual emir, Tamim bin Hamad al Thani, estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, enemigo declarado de Riad. Cuando en los años noventa los progresos tecnológicos crearon un mercado global para el gas licuado (que se puede embarcar), Catar dejó de ser un Estado cliente para convertirse en una potencia regional. Con las mayores reservas de gas del mundo, su PIB pasó de 8.100 millones de dólares en 1990 a 210.000 millones en 2014, lo que convirtió El país –de 2,5 millones de habitantes, de los que solo 300.000 son ciudadanos–, en el de mayor renta per cápita del mundo.
Doha estableció vínculos con Irán, país con el que comparte un yacimiento off-shore de gas,…