En 2003, en los meses previos a la invasión de Irak, las páginas de periódicos de todo el mundo, incluidas las de The New York Times, se llenaron de artículos sobre las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam Husein. En medio del temor a la difusión sistemática de noticias falsas, sobre todo en las redes sociales, a la que algunos analistas atribuyen la victoria electoral de Donald Trump, se suele perder de vista que las mentiras disfrazadas de noticias son tan antiguas como los propios medios de comunicación.
Y, sobre todo, que muchas veces la propensión a creer en falsedades o teorías conspirativas es el síntoma de un problema subyacente: el descrédito de las instituciones y de los propios medios. Según una reciente consulta de Gallup, solo el 32% de los encuestados en Estados Unidos cree que los medios de comunicación transmiten las noticias con honestidad, un 8% menos que en 2015 y la cifra más baja desde 1972. Entre los votantes conservadores, solo el 14% dice confiar en la prensa.
La digitalización y las redes sociales han agudizado el fenómeno al acabar con el antiguo monopolio del big media; Internet ha creado millones de editores que publican lo que quieren. Y mientras los medios serios cobran –o pretenden cobrar– por su información, quienes difunden propaganda política o mentiras deliberadas lo hacen gratis. Según un estudio de Morgan Stanley, entre 2000 y 2013 los ingresos publicitarios de la prensa de EEUU cayeron de 65.800 a 23.600 millones de dólares. En ese lapso los de Google pasaron de 400 millones a 74.500 millones.
La convergencia de esos factores ha erosionado la influencia política de los grandes medios –sobre todo en periodos electorales– y su capacidad para definir lo que es noticioso. La gente tiende…