INFORME SEMANAL DE POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 1001

ISPE 1.001. 12 septiembre 2016

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La muerte del presidente uzbeko, Islam Karimov, ha creado en el país más poblado de Asia Central el vacío de poder que genera casi siempre la desaparición de un autócrata. Uzbekistán anticipa lo que puede ocurrir en países vecinos cuando se enfrenten a la desaparición de sus respectivos presidentes vitalicios, todos cercanos al fin de sus vidas, como el ya casi octogenario presidente kazajo, Nursultan Nazarbayev.

Desde 1991, cuando la desaparición de la URSS condujo a la independencia de las antiguas repúblicas soviéticas, Karimov comenzó a acumular un poder omnímodo en Taskent. Su condición de veterano apparatchik comunista y su probada lealtad a Moscú le valió en 1989 ser nombrado por Mijail Gorbachov presidente de la república federada soviética de Uzbekistán.

Tras el colapso de la URSS, Karimov demostró su consumada capacidad de supervivencia política haciéndose con las riendas de un país signado por la inestabilidad desde la invasión soviética del vecino Afganistán.

La amenaza integrista permitió a Karimov consolidar su poder reprimiendo implacablemente al Movimiento Islámico de Uzbekistán, creado en 1998 por un exparacaidista del Ejército Rojo en la guerra afgana, Jumaboi Khodjiyev, para establecer un califato en Asia Central. Según la consultora The Soufan Group, medio millar de uzbekos combate hoy con Dáesh en Siria.

En sus 27 años en el poder, Karimov nunca bajó en unos comicios presidenciales, los últimos en marzo de 2015, del 90% de los votos. Su papel de garante del statu quo nacional y regional le hacía imprescindible para Moscú. Tras el 11-S, Karimov también resultó útil a Washington, que lo necesitaba para utilizar el territorio uzbeko como una ruta de suministro de sus tropas en Afganistán. Con los años, las interferencias de EEUU en sus asuntos internos llevó a Karimov a exigir la retirada de las tropas de su base…

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