Mucho antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el miedo a un enfrentamiento entre civilizaciones ya había invadido nuestro pensamiento. Es evidente que son muchos los factores que separan ambos mundos. Por un lado, tenemos un conjunto de poblaciones y países que comparten una religión, a menudo considerada inseparable de la política, y que han accedido de forma desigual a las riquezas de los países industrializados y, por otro, un área geográfica cuya unidad reside en una serie de herencias comunes, de la antigua Grecia al Siglo de las Luces pasando por el cristianismo: un polo actualmente constituido por democracias apegadas a cierta idea de lo laico.
La historia ha podido dar la idea de un antagonismo entre estos dos mundos, con numerosos enfrentamientos, de las invasiones árabes a las cruzadas, de la expansión otomana a las colonizaciones europeas. Con frecuencia, el siglo XX estuvo a merced de tensiones y conflictos entre países musulmanes y occidentales, de las guerras de independencia a la crisis de Suez o la revolución iraní. La presencia de los santos lugares más sagrados del islam suní y chiita, del judaísmo y del cristianismo, en un triángulo que va de Palestina a Irán y a Arabia, sólo contribuye hoy día a exacerbar aún más los ánimos.
Desde hace unos años, han aparecido nuevos miedos. A todos los pueblos les afecta la intensificación de las tensiones y la angustia de un futuro que parece escapárseles. Los mundos musulmán y occidental viven inquietos: ¿están condenados a enfrentarse el día de mañana o podrán vivir juntos? La responsabilidad que todos tenemos es enorme en este periodo de encrucijada en el que la tentación de la huida hacia delante, tanto en un lado como en otro, crece sin cesar. En este mundo “desorientado” que ha perdido su Oriente, debemos volver a encontrar el camino hacia el otro.
Frente a estos miedos, tenemos un deber. Como recalcaba Maurice Merleau-Ponty, “nuestra relación a la verdad pasa por los demás. O bien vamos a la verdad con ellos o es que no estamos yendo a la verdad”. El islam es la religión de más de mil millones de personas que viven su fe en paz.
«¿Cómo pueden islam y Occidente, lejos de oponerse, responder juntos a los verdaderos interrogantes que plantea nuestro mundo?»
Para empezar, evitemos las falsas evidencias. En primer lugar, las perspectivas geopolíticas inexactas: ni Occidente ni el islam abarcan realidades homogéneas. El mundo occidental es muy diverso. En ocasiones, la democracia se impuso de forma tardía: pensemos en España, Portugal o Grecia, sólo liberadas del yugo de la dictadura a mediados de los años setenta. Pensemos igualmente en los países de Europa central –aunque hoy miembros de la Unión Europea– ayer todavía oprimidos por el sistema soviético.
El mundo musulmán también se caracteriza por la diversidad. Diversidad de los continentes, del Magreb al África subsahariana, de Oriente Próximo a Europa oriental o en Asia. No olvidemos que el islam asiático es en la actualidad mayoritario en el mundo e Indonesia es el primer país musulmán por número de habitantes. Diversidad de los pueblos, las historias, las lenguas y las culturas. Pero también diversidad de las corrientes religiosas: el islam es un árbol con dos ramas principales (sunismo y chiismo) con muchas ramificaciones, de los ritos hanafita, malequita, chafeita o hanbalita a las numerosas variaciones chiitas.
Enriquecidos por esta diversidad, islam y Occidente se entremezclan. Prueba de ello son los cinco millones de musulmanes de Francia: la dimensión islámica es parte integrante de Europa. Preocupados por asumir plenamente su pertenencia nacional y por participar de forma activa en el futuro de su país, los musulmanes europeos, auténticos transmisores de cultura, son una oportunidad que nuestras sociedades deben aprovechar para poder proyectarse hacia el futuro. Pensemos asimismo en los vínculos tejidos a lo largo de la historia por los pueblos europeos, y por nuestro país en particular, con Líbano, Siria, Egipto y, por supuesto, el Magreb o África subsahariana.
Vínculos entre civilizaciones
Sí, la vocación de Europa es tejer vínculos entre las civilizaciones con su experiencia, sus múltiples inspiraciones y su geografía. Sí, el islam tiene un lugar en Europa desde este momento y aún más en el futuro: pensemos en Turquía o Bosnia-Herzegovina que, en el peor de los trances, supieron mantener con vida su doble herencia europea y musulmana.
Evitemos también las falsas perspectivas históricas. El islam engendró un amplio abanico de corrientes intelectuales y culturales, de las más conservadores a las más progresistas, y de las más dogmáticas a las más abiertas. La historia de nuestras relaciones está salpicada de intensos periodos de intercambio y reparto. Nuestra cultura lo refleja llevando la huella de Saladino, héroe de obras literarias de la Edad Media, al Bajazet de Racine; y si el Cándido de Molière se retira a vivir con un derviche turco, el sultán del secuestro del harén de Mozart ofrece el arquetipo del soberano magnánimo.
Por último, evitemos las falsas perspectivas políticas. Las recientes crisis y conflictos no son guerras de religión. Y en cuanto al terrorismo de Al Qaeda, implica a grupos fundamentalistas islámicos cuya ideología no es más que una visión distorsionada del islam. Creo que es el momento de desenredar los hilos de la historia. Ya en el siglo VIII, cuando dominaba el Oriente árabe, una civilización basada en el cristianismo y la antigua civilización romana comenzaba a despuntar en Europa occidental. El final del siglo XV supuso un profundo cambio: la civilización occidental tomó el relevo del mundo oriental. Con el descubrimiento de América y la expansión española y portuguesa, Occidente se extendió más allá del océano Atlántico, amplió su esfera de influencia y se abrió a una nueva conciencia de la existencia de otras gentes y otros lugares.
Aquel movimiento se amplificó con las sucesivas conquistas y descubrimientos. La ideología y los valores occidentales se extendieron por todo el mundo, viajando con los misioneros y los funcionarios, los marinos y los poetas, partidos en busca de aventuras y conocimientos. Difundido a las cuatro puntas de la rosa de los vientos, el pensamiento occidental empezó a constituir un nuevo marco de referencia, a menudo hegemónico.
Este modelo implosionó con las dos grandes guerras mundiales. Después, el ritmo del enfrentamiento entre Este-Oeste marcaría la historia. La competición política, social y económica pareció entonces relegar los asuntos culturales y religiosos a un segundo plano. Pero este periodo también llegó a su fin: al asistir, con el triunfo en la mirada, a la caída del muro de Berlín, Occidente tomó paulatinamente conciencia del profundo cambio. Alemania se reunificó y antiguos conjuntos se desmembraron bajo la presión de las identidades culturales y religiosas, de la antigua Unión Soviética a Yugoslavia. El final del siglo pasado asistió al regreso de los valores espirituales y culturales frente a las fronteras estatales y las ideologías de bloques.
Para restaurar la confianza entre los pueblos, debemos hoy pasar a través del laberinto de las heridas y los rencores acumulados por la historia. Debemos evitar un gran escollo: el de la ignorancia, que lleva a los hombres y mujeres a pretender resumir en unas pocas palabras la esencia de una religión. En lo que se refiere al islam, rechacemos las ideas preconcebidas que alimentan un mundo imaginario y según las cuales el islam no distingue entre lo temporal y lo espiritual y es incompatible con cualquier pensamiento crítico. Evitemos caer en el juego de las citas extraídas de los libros sagrados de cada religión: a partir de frases belicosas sacadas de la Tora, el Evangelio o el Corán se oculta el mensaje de paz que transmite toda religión. Hoy día, debemos temer más un choque de las ignorancias que un choque de las culturas.
En ocasiones, la ignorancia encuentra refugio en los propios creyentes. La literalidad que predica una lectura establecida de los textos sagrados, engendra el germen de todas las fracturas y todas las guerras. En efecto, existe el riesgo de reducir al creyente a una actitud fija frente a las fuentes de su espiritualidad: a veces, la letra del texto puede oscurecer el espíritu.
«La ignorancia encuentra refugio en los propios creyentes».
La búsqueda del perfeccionamiento interior, que remonta el curso de la existencia humana hacia su fuente, no debe desviarse hacia un sentimiento de superioridad y desconfianza. ¿Qué pensar de los que leen un texto sagrado como se lee un mapa? ¿De los que incitan al odio y a la muerte por encima de todas las enseñanzas, todas las herencias y los deberes más elementales del ser humano?
También se escucha que el islam se presta más que otras religiones a una lectura dogmática de los textos. Al hacerlo se olvida que la tradición del ijtihad, esfuerzo personal de interpretación en el ámbito de la ley, es tan antigua como el Corán. También se olvida que las interpretaciones literales han afectado y siguen afectando a todas las prácticas religiosas, incluido el cristianismo: no olvidemos que la Reforma nació, en parte, de una lucha por el derecho a interpretar los textos.
El místico Ibn Arabi consideraba que cada creencia es el espejo de un dios invisible y único. Según este gran teólogo de la Edad Media, aunque Dios es único, el “Dios de las creencias” es tan diverso como el mundo de los hombres: por tanto, todas las religiones del libro merecen el mismo respeto. Esta lectura del Corán da pie a un principio de tolerancia y apertura que alimenta la búsqueda de un misterio que debemos vivir juntos. Misterio de Dios e ignorancia de los hombres, magníficamente plasmados por el emir Abd-El-Kader al escribir: “Si piensas y crees lo que creen las diversas comunidades –musulmanas, cristianas, judías, mazdeanas, politeístas y otras– que sepas que Dios es eso a la vez que distinto de eso”.
El principio de separación de lo religioso y lo político es central en las reflexiones del egipcio Ali Abderraziq a comienzos del siglo XX. Actualmente, son los pensadores, desde Mohamed Talbi a Burhan Galion o a Yadh Ben Achur, que retoman la necesidad de hacer progresar las interpretaciones religiosas, sin distorsionar sus fundamentos, y adaptarlas a un mundo en constante evolución. La existencia de este debate en el corazón del mundo musulmán prueba una calidad de diálogo alejada de la caricatura que se suele hacer del islam.
Ninguna frontera infranqueable ha separado jamás a los mundos musulmán y occidental, recíprocamente permeables. Tan sólo nueve años después de la toma de Constantinopla, en 1462, el sultán otomano Mehmet II, de camino a Lesbos, exclamó al pasar cerca de Troya: “Dios me reservaba a mí la venganza de esta ciudad y sus habitantes”. Reflexión que prueba la importancia del mito homérico en el mundo oriental y demuestra que el islam participa desde siempre en el gran diálogo de las culturas.
Si queremos renovar ese diálogo, debemos ser capaces de preguntarnos a nosotros mismos y de ponernos en el lugar del otro. Recordemos con Montesquieu y sus Cartas persas que, cuando se trata de analizar nuestra propia sociedad, la ceguera nos invade hasta que no nos enriquecemos con otra mirada.
Frente a las tensiones del mundo, los pueblos se enfrentan hoy día con una violencia particular a la cuestión de su identidad. El mundo musulmán debe hacer frente a numerosos retos.
Primero, el del desarrollo económico y social. Actualmente, sólo un 0,5 por cien de las inversiones internacionales se destina al mundo árabe. La rápida urbanización, la ausencia de clases medias fuertes y las desigualdades, especialmente en materia de educación, alimentan el rechazo de un sistema económico que parece beneficiar más a otras regiones del mundo.
Segundo, los problemas de índole política: las vacilaciones en el avance de la democracia, los sentimientos de mala gobernanza y las dificultades de la lucha contra la corrupción alimentan las frustraciones. Todos conocemos los problemas que afectan a algunos países musulmanes, así como a otras regiones del mundo. Esta situación debe animarnos cada día a exigir sin concesiones los cambios necesarios, tanto en el marco bilateral como en el multilateral.
Por último, hay que tener en cuenta el sentimiento de una dominación cultural ejercida por el mundo occidental a través del auge de la globalización. ¿No da Occidente a menudo la impresión de querer imponer en todo el mundo un modo de vida único, poniendo así en peligro las culturas y las identidades?
Sin duda alguna este riesgo es inherente a toda relación entre dos mundos. En su relato de los acontecimientos del año 1213 de la hégira, el historiador egipcio Al-Gabarti escribió: “Así, este año llegó a su término. De todos los acontecimientos sin precedentes que se habían vivido, el más siniestro fue la interrupción de las peregrinaciones de Egipto”. Pero aquel año era 1798, cuando Napoleón Bonaparte entró en Egipto. Contada por Arnold Toynbee, esta sorprendente lectura de la historia muestra que el corazón de una civilización no podría reducirse a la técnica sino que debe dejar todo el espacio que merece a la vida cultural y espiritual. Por otro lado, Al-Gabarti relata la presencia de los franceses en Egipto pero, sensible a los profundos movimientos de la historia, se muestra inquieto antes que nada por la interrupción de una peregrinación que vincula el creyente al islam y a sus semejantes.
Las resistencias
En torno a este envite sobre la identidad se afirma la resistencia del mundo musulmán: velemos por no crear una auténtica línea de fractura, por no dar la idea de que modernidad y religión se enfrentan. Encumbrado sobre una superioridad tecnológica, Occidente correría el riesgo tanto de suscitar nuevas formas de oposición como de oscurecer el verdadero rostro de la modernidad, manifestado a través de la educación, el progreso, la tolerancia y la apertura. Como escribió Chateaubriand: “Ya es hora de que el hombre europeo se aparte para que descubramos otro planeta”. En un mundo en el que la identidad es la clave de las relaciones entre los pueblos, velemos, sin perder la modernidad, para que ésta no se perfile como rival de las tradiciones y las religiones.
Nuestra atención debe ser mayor por cuanto que, frente al riesgo de crispación de las sociedades, el fundamentalismo se antoja como un seductor remedio. No es propio del islam y constituye la forma extrema de un repliegue de identidad, es su exacerbada cristalización. Hoy por hoy, ni el islam ni el cristianismo son religiones violentas: el fanático puede encontrar en cualquier punto de la religión un pretexto para la intolerancia.
En el origen de los movimientos terroristas, debemos destacar algunos acontecimientos recientes. La liberación de Afganistán por parte de los combatientes musulmanes frente a la antigua Unión Soviética abrió la vía a nuevas reivindicaciones integristas que, tras la primera guerra del Golfo, supieron explotar la presencia militar occidental en Arabia Saudí y transformarse en oposición al régimen saudí y a sus apoyos occidentales. No tardaron en llegar los primeros actos violentos con los atentados antiamericanos de 1995 y 1996 en Riad y Al-Khobar.
Es evidente que, vengan de donde vengan, estos movimientos terroristas son inexcusables. No hay terroristas buenos y malos. Hacen pender sobre el mundo occidental, pero también sobre el mundo musulmán, la amenaza de la peor barbarie. Pero tengamos cuidado. Todo lo que aviva el sentimiento de humillación facilita la propaganda fundamentalista. Con la imagen a menudo extendida de un islam de los suburbios, no cedamos al fantasma de las “clases peligrosas” del siglo XIX. Rechazando al otro, lo único que hacemos es despertar las identidades heridas en el seno de nuestras propias sociedades. ¿Acaso es casualidad que los principales elementos de Al Qaeda recibieran su educación en un medio occidental? Suecia en el caso de Osama bin Laden, y Reino Unido en el de Omar Sheikh, el secuestrador de Daniel Pearl. Velemos porque del encuentro fallido entre dos mundos no nazcan individuos determinados a la violencia más radical.
Actualmente, frente a las dificultades sociales que se manifiestan en el seno del mundo musulmán, los integristas presumen de poder proponer un mundo alternativo: la estricta educación religiosa de las madrazas en lugar de los colegios laicos, préstamos de confianza en lugar de bancos y caridad religiosa en lugar del Estado de bienestar. Esta propaganda también se alimenta de dos factores geopolíticos.
En primer lugar, los conflictos regionales que crean zonas de desorden y caos favorecen el reclutamiento y entrenamiento de los terroristas, como sucedía en Afganistán. Estas crisis gangrenan el mundo. El conflicto entre israelíes y palestinos desgarra a dos pueblos que aspiran a vivir de forma digna y segura. Israelíes y palestinos, judíos, musulmanes y cristianos deben encontrar el camino que les lleve a la reconciliación. Frente a la nueva oleada de violencia que se apodera de la región, la comunidad internacional debe estar unida y actuar con más determinación que nunca. Es necesario detener el mecanismo que amenaza con triturar la esperanza nacida de la adopción, por ambas partes, de la Hoja de ruta. Aunque no podemos resignarnos, también sabemos que este conflicto sólo se resolverá cuando se respeten el Derecho y la justicia: sólo un compromiso de la comunidad internacional junto a las partes implicadas puede conferir la necesaria legitimidad a cualquier solución duradera.
El otro gran riesgo son los abiertos enfrentamientos con el mundo occidental. En la crisis iraquí, la postura adoptada por Francia, Alemania y Rusia mostró claramente que no se podía reducir el conflicto a una lucha entre dos bloques, a saber, islam y Occidente. Ahora, debemos seguir con especial atención la situación de Irak, cuya población aspira a recuperar su entera soberanía. Y el deber de la comunidad internacional es favorecer la emergencia de un Irak libre, independiente y democrático, capaz de contribuir a estabilizar la región.
Cualquier intento de solucionar las crisis mediante enfoques exclusivos de seguridad o militares implicará forzosamente resistencias asimétricas, exacerbadas por la aceleración de los cambios del mundo y la multiplicación de las tensiones. De manera que el camino que debemos trazar ahora juntos es otro. No podemos dejar que el desorden siga ganando terreno en un mundo cada día más inestable.
¿Cómo salir de este callejón sin salida? ¿Cómo estabilizar el mundo, actualmente en manos de la duda y el miedo? Nos enfrentamos en estos momentos a crudas realidades que se imponen a cada uno de nosotros.
Primero, señalemos que no existe una solución mágica, de la misma manera que no existe la fatalidad que nos reduciría a la acción unilateral o a la impotencia. La comunidad internacional debe estar unida para que cualquier acción emprendida pueda ser eficaz. Hablo de esa misma unidad que nos llevó a votar por unanimidad la resolución 1441 para hacer frente al riesgo de proliferación en Irak. Hablo de esa misma unidad que nos llevó a votar unánimemente la resolución 1483 para empezar a reconstruir ese país. En estos momentos, la comunidad internacional está lista para movilizarse, quizá más que nunca. Y debemos aprovecharlo.
Segundo, toda acción debe controlar la complejidad del mundo con un triple objetivo: la libertad, por supuesto, que sólo puede encarnar la democracia; el desarrollo, no habrá paz duradera hasta que la prosperidad esté mejor repartida; y el respeto de las identidades, que debe basarse en el intercambio y el diálogo entre las culturas. De omitir alguno de estos tres objetivos, Occidente ahondaría la desconfianza o la duda del mundo musulmán y de los demás integrantes de la comunidad internacional. Confirmaría las tesis de los que tratan de imponer la violencia ciega en todas partes.
Por último, calibremos la urgencia y optemos por actuar contra el statu quo renovando el sistema internacional de forma que el respeto y el diálogo se conviertan en el núcleo de las relaciones internacionales. Esta opción pasa por la afirmación de un orden multilateral.
«Calibremos la urgencia y optemos por actuar contra el statu quo renovando el sistema internacional de forma que el respeto y el diálogo se conviertan en el núcleo de las relaciones internacionales».
Estamos dispuestos a embarcarnos en la vía de una profunda reforma de las Naciones Unidas, que debe canalizar mejor las voluntades. Inventemos instrumentos que nos permitan actuar. Por ejemplo, ¿por qué no crear un cuerpo de desarme y otro de derechos humanos? Probablemente, un sistema internacional renovado supondría un Consejo de Seguridad más representativo, principios de acción más enérgicos y más medios de intervención. La opción multilateral es, en efecto, la opción de la responsabilidad y la eficacia.
En el seno de una nueva arquitectura internacional, los conjuntos regionales tienen actualmente una responsabilidad esencial para luchar contra las tensiones de identidad. Europa constituye un original ejemplo y abre una nueva esperanza, porque puede aportar mayor estabilidad alrededor del mare Nostrum. Tal es el objetivo del diálogo euromediterráneo que tiene en cuenta tres aspectos esenciales de una asociación realista: político, económico y cultural. Después, porque los actuales debates sobre el ingreso de Turquía en la UE ofrecen el marco de una reflexión sin precedentes: ¿cuál es la realidad del islam? ¿Qué relación debe tener Europa con lo religioso, especialmente con el mundo musulmán? Actualmente, es urgente aportar respuestas innovadoras y dirigidas hacia el futuro. Se trata de un gran reto para todos y cada uno de nosotros.
¿Podemos hablar del islam y de Occidente sin dar al judaísmo el lugar que merece? Recurriré a una reflexión de Martin Buber, uno de los mayores filósofos judíos de la modernidad, que recalca hasta qué punto deben aprender a vivir juntos los que viven al lado, pues de lo contrario acaban inexorablemente por enfrentarse y hundirse en un mundo en guerra. Tenemos la responsabilidad de luchar contra este vértigo y volver a atar con paciencia todos y cada uno de los hilos de un diálogo animado por el respeto y la curiosidad por el otro.
Todos tenemos nuestras referencias, nuestras ciudades ideales y nuestras épocas doradas. Así como nuestras revoluciones y miedos, nuestras violentas conquistas y nuestras esperanzas ocultas. Ahora, en un mundo heredero de formas antiguas y nuevo por las proximidades que instaura, ha llegado el momento de enriquecer nuestra conciencia con la mirada del otro.
Francia y Europa tienen una vocación particular dentro de este debate: por su geografía, dirigida hacia todas las regiones y todos los pueblos; por su cultura, fecundada por siglos de intercambio y de descubrimientos; por su historia, preñada de glorias y enseñanzas, en ocasiones trágicas, de las guerras de religión a los conflictos del siglo XX; pero también por su enorme voluntad, fruto del Siglo de las Luces, de compartir con los demás sus grandes ideales.
Sí, Francia ya ha escogido y pretende mantenerse fiel a esa opción. Frente a las divisiones y las incertidumbres, rechaza frontalmente el enfrentamiento entre civilizaciones y quiere aprovechar la oportunidad de un mundo que ni cae ya en la trampa del poder ni en la de la inmovilidad. Y la idea que tenemos nosotros es la de un Occidente con varias voces, la de la diversidad, el debate y la democracia. Es responsabilidad nuestra dar vida juntos a esta exigencia anclada en el corazón de nuestra historia para construir un mundo más seguro y más justo.